miércoles, 17 de octubre de 2012

Cristina Vázquez: Nacidas demasiado pronto

A mi compañera del taller, Cristina Vázquez, le falta tiempo para escribir todo lo que bulle en su mente. La invité a participar en mi blog. Y se le ha ocurrido que podríamos hacer un cuento a medias. La idea me ha parecido genial y a ello nos hemos puesto. Y aquí lo tenéis… con el agravante de que todo aquel que lea este cuento y descubra entre los siete capítulos cuál es de una y cuál es de la otra, recibirá como premio que su nombre aparezca en la dedicatoria.
Su opinión puede registrarse por medio de comentarios en el blog o a través del correo electrónico cuentos.marieta@gmail.com
¡A jugar!


Nacidas demasiado pronto


Dedicado a: Marme ¿Quién más acierta?

I
Se presentó ante el hombre gordo y bigotudo con cierto sobresalto.
No esperaba que fuera tan gordo, ni que sus bigotes, tan largos, acabaran en una curva ascendente que resultara obscena. Parecía la confesión de un engaño, o una penitencia que tratara de  cumplir, al retorcerse esos apéndices, como antenas de crustáceo.
Eso era lo único que se le ocurría a Maria  de la Providencia, mientras él le hacía unas preguntas sobre informática, inesperadas también, en un señor con ese aspecto decimonónico y lo único que acertó a contestar fue:
-Yo es que he nacido demasiado pronto. 
El hombre dejó la mano sobre la mesa, afligido. Sus mejillas, al descender por la sorpresa, hicieron que se desplomara la armadura de su bigote.
Maria de la Providencia sintió una mezcla de risa y ternura cuando ese formidable mostacho se derrumbó en un rictus desolado y casero.
 -Perdone, demasiado pronto ¿para qué?
-En general para todo y en particular para poder contestarle esas cosas tan elevadas que usted me pregunta.
Y sonrió con esa frescura inocente, que tan buen resultado le había dado siempre.

II

Catalina nació en mil novecientos doce el mismo día en que se hundió el Titanic. Siempre fue muy coqueta y a quien osaba preguntarle la edad le decía que tenía setenta y cinco años. Fue virgen al matrimonio, de lo que presumía ante sus biznietas, tuvo cuatro hijos y su marido nunca la vio desnuda, guardó con espíritu espartano la cuarentena después del parto y sus hijos en los primeros seis meses no salieron de casa, salvo el día en que les bautizaron. Y ahora se echa las manos a la cabeza diciendo:
-Los niños de ahora son tan espabilados porque desde que salen de maternidad les llevan al bar, suben en aviones, comen en restaurantes y deciden la ropa que se ponen cuando a mí, mi madre, hasta me eligió el vestido de novia.
-Espabila, abuela, espabila-, le dice Rosa, su preferida con diferencia, entre todos los demás miembros de la familia.
Ahora pretende que esa nieta, la ayude a modernizarse porque su padre falleció con ciento cinco años y murió por el simple hecho de estar vivo. Ella no va a ser menos que él. Así que le ha pedido que la enseñe a navegar por Internet y a chatear con desconocidos.
Ayer, la llamó toda nerviosa para que viniese a ayudarla, a aconsejarla, a escucharla porque tenía una cita a ciegas. Al llegar Rosa, se la encontró con el vestido de seda de las grandes celebraciones, la torerita a ganchillo, el collar de perlas y los zapatos de piel de cocodrilo, dispuesta a conocer a un señor gordo y bigotudo.
La maquilló con esmero y echándole unas gotitas de su perfume favorito, la besó con cariño. En el umbral de la puerta la oyó decir:
-Voy con la misma ilusión que una quinceañera.

III

-Queda usted contratada-, fue lo último que oyó sorprendida Maria de la Providencia, al salir del despacho del hombre bigotudo,  pues iba pensando que mañana no sería su primer día de trabajo.
-¿Seguro?
-Sí-, respondió el hombre con una voz sólida: Nunca es pronto ni tarde, solo importa “el ahora” señorita Provi.
Maria de la Providencia suspiró como si se ajustara un corsé. Provi, con lo  glorioso que sonaba su nombre completo, pero él aprendería a llamarla correctamente, como requería su nueva vida, su última oportunidad; y con un contoneo de aparente inocencia, se despidió haciendo un adiós cortito con la mano. ¡Ay, Provi!
Al cerrar, se apoyó en la puerta, tenía razón, solo importa el ahora y salió de la oficina con un taconeo firme, un poco teatral, para atenuar el desasosiego que la embargaba.
Al abrir la puerta del ascensor, lo primero que la inundó fue un olor a perfume y lo segundo la extrañeza de que no existiera una cabeza visible. Al bajar la mirada vio medio acuclillada a una señora que metía con nerviosismo en el bolso, todo lo que se le acababa de desparramar.
-Ha sido al sacar las gafas-, y agitaba unas bordeadas de brillantes. -Es que estoy un poco nerviosa-, perdone.
María de la Providencia la ayudó a recoger lo que faltaba y a enderezarse.  La miró de frente, y la pintura corrida de los labios finísimos, la hizo sentir una profunda ternura por esa abuela con chaquetita de croché y zapatos de cocodrilo, que la debían estar matando.
¡Pobre! ésta sí que ha nacido pronto y aún se creerá que hay ahora y cerró la puerta con el sinsabor de dejar sola a esa mujer en el descansillo, como un náufrago y pensó que a lo mejor lo suyo era cuidar señoras de una cierta edad.
IV

A medida que se acercaba el momento del encuentro con su galán se iba poniendo más y más perturbada. La última vez que había salido con un hombre a cenar, hacía de eso más de cuarenta años, lo había hecho con su marido, días antes de que se fuera al otro mundo. Era la primera vez que se iba a reunir a solas con un desconocido. Otra novedad era que fuese ella a su encuentro cuando en su época eran ellos quienes iban a buscar a la dama a su casa. En fin, los tiempos cambian…
Llegó a la dirección indicada y se le ocurrió que debía ponerse las gafas porque le daban mayor prestancia y al ir a buscarlas todo lo que llevaba en el bolso se dispersó sobre aquel suelo que parecía de mármol, justo en el instante en que se abría la puerta del ascensor.
Una joven de unos cincuenta años que apareció ante ella le ayudó a recoger sus cosas. Le dio las gracias, pero estuvo segura de que ella ni se imaginó lo agradecida que le quedaba porque enfundada en aquella faja no se podía casi agachar.
Ya recompuesta tocó el timbre de la puerta. Y apareció, envuelto en un tenue olor a azahar, un hombre gordo, bigotudo, ojos azul acerado y de unos noventa años más o menos. Era tal cual como se había descrito.
-Encantado de conocerla-, le dijo con mucha prosopopeya.
-El placer es mío-, le contestó con la mejor de sus sonrisas.
Durante unos cinco minutos se analizaron mutuamente sin decirse una palabra. No habían llegado a ese punto en el que el silencio se espesa cuando apareció un hombre de unos sesenta años, igual de gordo y bigotudo, la viva imagen del que irremediablemente era su padre. Enseguida le bautizó como Bigotes II.
Tras las presentaciones y deseándoles una feliz velada se marchó. Catalina estaba exultante. En el reconocimiento visual se había dado cuenta que Bigotes I, con ser unos diez años más joven que ella estaba en peores condiciones físicas. Llevaba bastón, artilugio que a ella aún no le hacía falta y un aparato muy disimulado en el oído.  
V

Al salir aflojó el vientre que mantenía bien apretado y se descolgó la sonrisa aprendida.  María de la Providencia se debatía entre la cuarentena y la cincuentena, en esa crueldad engañosa de dentadura blanqueada y pestañas teñidas y rizadas con permanente, pero  lo único que le importaba en ese momento, es que se iba a embutir en un uniforme de enfermera/recepcionista/ayudante de un dentista con bigotes y conocimientos de informática, que ella debería aprender, para llevar un rigurosísimo orden de la inmensa clientela. Y ella a sonreír, al cliente, al sacamuelas, perdón al odontólogo, a su padre, a su madre y a la mismísima virgen de la Providencia, si a bien tenia aparecérsele.
 Todo era posible a partir de ese momento en su vida al que por fin había llegado justo a tiempo, ni pronto, ni tarde ¿Cuándo lo soñó? Y un temblor de miedo y emoción la estremeció, una copita la ayudaría, pero no, ella tenía una responsabilidad.
Se acordó de la viejita del ascensor, arrebatada y ridícula, que parecía tan desorientada que temió que algo de su futuro se desencajara, pensó que era como una advertencia, una tentativa del destino de desviarla.
 VI

Rosa se había quedado esperando a su abuela que llegó a las dos de la madrugada, desde las siete de la tarde, hora de la cita.
Llegó a preocuparse tanto que llamó a todos los hospitales por si había ingresado alguna anciana con sus características y ya cuando había decidido llamar a la policía sintió el llavín en la cerradura y apareció Catalina con sus zapatos en una mano para no hacer ruido y en la otra un ramo de gardenias. Se llevó un buen susto cuando desde la butaca oyó que la nieta le decía:
-¡Éstas son horas de llegar! ¡Éste es el ejemplo que me das!
Pero Catalina no sintió ni pizca de vergüenza. Se sentó a contarle lo bien que se lo había pasado. Estaba locuaz  y hasta pestañeaba respirando hondo.
-¡Abuela, compórtate!
-¡Ay, cariño, tú no sabes lo que rejuvenece una aventura a mis años!-, contestó con una pícara sonrisa.
Y le transmitió su alegría, su nerviosismo, sus ansias de no sé qué, a esa nieta que nunca en su vida había sido capaz de plantarle cara a nadie. La dejó sin palabras entre otras cosas porque Catalina no paraba de hablar. Rosa no sabía si reír o llorar, comenzó a pensar que ahora no solo tenía que cuidar de su hija sino también de su abuela. Vale, que su hija, de veinte años llegase a casa a desayunar tras una noche de jolgorio, no podía decirle nada porque tampoco le pedía opinión y ella siempre estaba con el alma en vilo, pero ¿qué le podía decir a su abuela?
La otra seguía contando con lujo de detalles lo atento, lo educado que era su nuevo amigo. Y al verla tan pizpireta, tan lanzada a sus años sintió una punzada de envidia…, sana…, pero envidia. Ella le seguía contando que el hijo había sacado las entradas al teatro y hecho una reserva en uno de los mejores restaurantes.
-¡Caray con el hijo!-, fue lo único que se le ocurrió decir a Rosa. 

VII

A Mª de la Providencia lo que no le gustó de su tarea, fue lavar tanta mascarilla, llena de pelos, que él, su odontólogo (a ella, una vez que colocó bien el acento le gustaba llamarlo así) se ponía para explorar las bocas descompuestas.
Le fascinaba, cuando sujetaba los baberos o el succionador de saliva, como los dedos gruesos, resultaban tan delicados al hurgar en esos volcanes invertidos y a veces malolientes.
Ella se había metido un poco el bajo del uniforme y estrechado la cintura, una cosa era la respetabilidad y otra la estética, pero él ni lo había notado.
Alguna tarde al salir, había reconocido a la viejita del ascensor tocando el timbre de la puerta de al lado, tan pizpireta como siempre, pero sin el aire de rigidez y sofoco de la primera vez. Ya llevaba las gafas de brillantes caladas y unos zapatos holgados. Siempre sonreía. Maria de la Providencia no entendía como estaba tan contenta con esa dentadura semipostiza que llevaba. A ella, después de dos meses con el doctor, no se le escapaba ningún bocado humano, como si fuera un tratante de caballos. Algún día le tenía que decir que fuera a cambiársela.
La viejita le saludaba con un gesto coqueto de la mano y una tarde que se abrió la puerta en el momento que pasaba delante, apareció en todo su esplendor el odontólogo.
-Doctor, si le acabo de dejar ahí-, dijo sobresaltada Mª de la Providencia señalando la puerta de al lado.
-Es su padre-, contestó la abuela tintineante de pulseras y posesión. -¿A qué parecen hermanos?
El padre se retorcía el bigote igual, aunque con una mano más temblona y una sonrisilla más liviana que el hijo.
-Y gemelos-, dijo Mª de la Providencia.
El vientre del bigotes se removió en una risotada ingenua, mientras la invitaba a pasar.
Al entrar se encontró una mesa con un mantel lleno de pétalos de rosa y confetis,  y en el centro un pastel con forma de falo de un realismo dulce y colorista, adornado en la base con frutas tropicales.
Mª de la Providencia, que había visto mucho en esta vida, se quedó sin palabras, mientras que los abuelillos agarrados de la mano lo miraban con arrobo.
-Genial, esta versión tropical te ha quedado genial, pichoncito.
Se volvió hacia ella y con seriedad le dijo
-Es nuestro plan secreto, unas veces me sorprende él y otras yo-, dijo ella
Él mirándola con arrobo, le puso una mano en el hombro, y siguió.
-Nuestros hijos se empeñan que vayamos al teatro y a cenar, pero como aquí en ningún sitio-, y le hizo una caricia en la mejilla empolvada. -Nos encanta el dulce y nos lo prohíben.
-A la porra, si hemos de morir que sea de un coma diabético-, dijo ella. -Lo tenemos acordado.
-Lo único que nos importa es el ahora-, afirmó él.
-Eso y tu bigote-, dijo ella con coquetería, -que con la nata y el chocolate, mmm, no hay quien lo resista.
Mª de la Providencia se retiró reculando despacio sin que ellos se dieran cuenta y cerró la puerta suavemente.
Se echó a reír. Esto si que era un buen presagio para su vida y en ese momento tomó una determinación.
Bajó al bar, se bebió un coñac y volvió a la consulta. Cogió unas tijeras y entró sin llamar en el despacho del bigotudo sacamuelas/dentista/odontólogo y le cortó los bigotes. Sin que el hombre pudiera reaccionar le dio un profundo beso en la boca y con restos de pelillos en la lengua y los ojos entornados le dijo:
-Es por tu bien.
Se dio media vuelta y se fue.


Licencia Creative Commons
Nacidas demasiado pronto por Cristina Vázquez & Marieta Alonso

2 comentarios:

  1. Creo, si no me equivoco, que el primer capítulo está escrito por Cristina y el segundo por Marieta ¿? El misterio de los demás capítulos iré desentrañándolos poco a poco.

    Por lo demás, un buen cuento y una idea fantástica eso de escribirlo entre las dos. Mi enhorabuena para Cristina y Marieta por tanta creatividad.

    Carmen Dorado

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Piensa, piensa. Ya hay quien ha acertado todos los capítulos. En la dedicatoria pondré los nombres por orden de llegada. Un beso. Marieta

      Eliminar