viernes, 16 de noviembre de 2012

Ramón L. Fernández y Suárez: Persecución




Mientras corría sin descanso calle abajo intentaba controlar su respiración irregular.
La fatiga le impedía pensar qué recorrido la alejaría más rápidamente de sus persecutores y esa falta de seguridad y orientación comprometía el éxito de la escapada. Temblaban sus piernas a punto ya de agarrotarse, de sus cabellos desgreñados emergían abundantes gotas de sudor que atravesando el arco de sus cejas ralas se introducían en los ojos irritándolos aún más y produciendo un gran escozor. La fuerte lluvia caída a última hora de la tarde había dejado charcos de barro por doquier, verdaderas trampas pedregosas donde al introducir los pies había caído un par de veces lastimando sus rodillas.
   Ignoraba donde se encontraba, a qué desconocido lugar le habían conducido sus captores. Ya al final del estrecho y sucio callejón vio que se internaba en campo despoblado. No veía luz alguna adonde dirigirse en busca de ayuda, refugio o protección. Comenzaba a pisar hierbas, primero suaves, mullidas: diez pasos más allá, comenzó a tropezar con vegetación de más altura. Aún así siguió corriendo, su falda desgarrada dejaba al descubierto sus muslos doloridos, sus rodillas arañadas por la furia salvaje que la había mancillado. No era el momento de pensar en sus heridas, solo quería ponerse a salvo, impedir una nueva embestida brutal sobre su sexo; no sentir el dolor físico y el profundo asco que le hiciera vomitar mientras la penetraban.
   Ahora la vegetación era más alta y oponía una mayor resistencia a la fuga que intentaba. La humedad reinante se unía al propio sudor confiriendo una calidad pastosa a su saliva. Había pasado ya el momento de las lágrimas. La ira inicial se iba trasformando poco a poco en cansancio intemporal, como si arrastrara siglos de angustia en el intramundo de su mente. Un nuevo tropiezo la llevó de nuevo al suelo, quiso abandonarse sobre la mojada hierba y descansar. Mas repentinamente, abandonó la idea, el hecho de ser allí encontrada no la acuciaba tanto como aquella fuerza interior que le ordenaba no ceder, no rendirse y continuar airadamente en pie para impedir que aquel momento la marcara para siempre.
   Levantó la vista y solo halló rojizas nubes bajas que se destacaban amenazantes sobre su cabeza. Comenzó entonces a experimentar serenidad. Una nueva sensación le permitía entonces reordenar sus pensamientos. Se puso lentamente en pie, su diestra intentó sin conseguirlo llevar parte de su apelmazada cabellera tras la oreja derecha. Comenzaba a caer la lluvia fría. Echó a andar sin elegir el rumbo, lo importante era alejarse y no olvidar, alimentar aquel agrio y duro sentimiento que brotaba en ella y que a partir de entonces reordenaría la calidad de sus relaciones con los hombres.




© Ramón L. Fernández y Suárez




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