sábado, 18 de agosto de 2012

Rosalía de Castro: Cantares gallegos

Rosalía de Castro
(Santiago de Compostela, 1837 - Padrón, 1885)

















Adiós, ríos; adiós, fontes;                                          Adiós ríos, adiós fuentes;
adiós, regatos pequeños;                                           adiós regatos pequeños;
adiós, vista d'os meus ollos,                                     adiós vista de mis ojos,
non sei cándo nos veremos.                                     no sé cuando nos veremos.

Miña terra, miña terra,                                              Mi tierra mía, mi tierra,
terra donde m'eu criei,                                              tierra donde me críe,
hortiña que quero tanto,                                          huerto que yo labraba,
figueiriñas que prantei.                                             higueras que yo planté.

Prados, ríos, arboredas,                                            Prados, ríos, arboledas,
pinares que move o vento,                                       pinares que mueve el viento,
paxariños piadores,                                                    pajarillos piadores,
casiñas d'o meu contento.                                        la casa de mi contento.

Muiño d'os castañares,                                              Molino del castañar,
noites craras d'o luar,                                                 noches de luna clara,
campaniñas timbradoiras                                         campanitas timbradoras
d'a igrexiña d'o lugar.                                                 de la iglesia del lugar.

Amoriñas d'as silveiras                                              Zarzamoras de las zarzas
que eu lle daba ô meu amor,                                    que yo le daba a mi amor,
camiñiños antr'o millo,                                              caminos entre el maíz,
¡adiós para sempr'adiós!                                           ¡adiós para siempre adiós!

¡Adiós, gloria! ¡Adiós, contento!                             ¡Adiós, gloria!, ¡adiós, contento!
¡Deixo a casa onde nascín,                                       ¡Dejo la casa en que nací,
deixo a aldea que conoço,                                        y la aldea que conozco,
por un mundo que non vin!                                     por un mundo que no vi!

Deixo amigos por extraños,                                    Dejo amigos por extraños,
deixo a veiga pol-o mar;                                           y la vega por el mar;
deixo, en fin, canto ben quero...                           dejo, en fin, lo que más quiero…
¡quén puidera non deixar!                                       ¡quién pudiera no dejar!

Adiós, adiós, que me vou,                                        Adiós, adiós, que me voy,
herbiñas d'o camposanto,                                        hierbas del camposanto,
donde meu pai se enterrou,                                     donde se enterró a mi padre,
herbiñas que biquei tanto,                                       hierbas que besé tanto,
terriña que nos criou.                                                tierra que nos crió.

Xa s'oyen lonxe, moi lonxe,                                    Ya se oyen lejos, muy lejos,
as campanas d'o pomar;                                            las campanas del Pomal;
para min, ¡ai!, coitadiño,                                          para mi, ¡ay!, desdichado,
nunca máis han de tocar.                                          nunca más han de tocar.

Xa s'oyen lonxe, máis lonxe...                                Ya se oyen lejos, muy lejos…
Cada balad'é un delor;                                                cada son es un dolor;
voume soyo, sin arrimo...                                         me voy solo sin amparo…
miña terra, ¡adiós!, ¡adiós!                                       tierra mía, ¡adiós!, ¡adiós!

¡Adiós tamén, queridiña...                                        ¡Adiós también, mi querida…
Adiós por sempre quizáis!...                                    Adiós quizá para siempre!...
Dígoche este adiós chorando                                   Te digo este adiós llorando
desd'a veiriña d'o mar.                                               desde la orilla del mar.

Non m'olvides, queridiña,                                        No me olvides, tu mi amor,
si morro de soidás...                                                    si muero de soledad…
tantas légoas mar adentro...                                    tantas leguas mar adentro…
¡Miña casiña!, ¡meu lar!                                            ¡Mi casa ! ¡Mi hogar!



lunes, 13 de agosto de 2012

Antonio Machado Ruiz: A un olmo seco (Campos de Castilla)


Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido.


¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.


No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.


Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.


Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.


Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.












domingo, 5 de agosto de 2012

Amantes de mis cuentos: La batalla de Bailén


La rendición de Bailén.
José Casado del Alisal
Museo de El Prado

Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses, era de armas tomar. Un día que no se sentía bien y había ido al aseo, se miró al espejo y se enfadó. Se vio gordo.

Malo, pues cada vez que se veía así atacaba un país y como el pobre padecía del estómago y en el baño se miraba en el espejo, no terminaba una guerra sin entrar en otra.

A solas pensaba que era inadmisible que un hombre tan inteligente como él, lo tuviera todo menos estatura. Nadie le superaba como estratega, quién sino él había restablecido la paz interior en Francia, quién sino él reorganizó la justicia, quién sino él fortaleció la administración central. Pasaría a la Historia como un gran hombre, más no como un hombre alto y esbelto. Eso le ponía frenético.

¡Qué hacer! dijo sintiendo un retortijón. Y en aquel cuarto de baño sin calefacción anheló sol, así que decidió invadir al vecino que tenía al suroeste.

Carlos IV y su esposa María Luisa eran los Reyes de España. A él le encantaba arreglar relojes y no se preocupaba de los asuntos de Estado. A ella lo que más le gustaba era las fiestas y enseñar sus brazos: lo único bonito que tenía. Le faltaban los dientes y Goya, el pintor, la encontraba horrenda. Así la pintó.

Uno de los ministros, Manuel Godoy, hizo tan mal su trabajo que las tropas francesas comenzaron a ocupar puestos claves en el territorio español. Al pueblo de Madrid, eso no le gustó. Así que un dos de mayo todos los madrileños, unos con armas de fuego y otros con garrotes les plantaron cara a los franceses. Los demás españoles hicieron lo mismo y se armó la guerra.

En Bailén un pueblo de la provincia de Jaén, se enfrentaron españoles y franceses. Era el dieciocho de julio de mil ochocientos ocho.

¡Hacía un calor tremendo!

Al mando del gran ejército francés estaba el general Dupont. Castaños era el general español. El general Dupont confiaba en la victoria, sus armas relucían, los uniformes franceses brillaban al sol. En cambio, el general Castaños miraba de reojo a su tropa y se preguntaba cómo saldría de aquella batalla.

Los dos ejércitos luchaban como leones. Cuando de pronto se oyeron gritos de alegría en español y lamentos en francés. Los españoles no se lo podían creer, habían ganado la batalla.

No le quedó más remedio al general Dupont que desprenderse de su sable. Y acercándose al general Castaños decirle:

«General, os entrego esta espada, vencedora en cien batallas».

A lo que el general Castaños respondió:


«Gracias, general. Esta ha sido mi primera victoria».




© Marieta Alonso Más

viernes, 3 de agosto de 2012

Amantes de mis cuentos: El descubrimiento de América






Pablo con cuatro años tiene novia. Se llama Lidia. De lunes a viernes al salir de la guardería se dicen adiós hasta que son dos puntitos en el horizonte.
Un día la niña le preguntó si conocía a Colón. No. Le preguntó si conocía Cuba. Tampoco. Él conoce a todos los futbolistas de los equipos madrileños, reconoce el coche de su abuelo y de su padre, pero en su casa nunca han estado Colón, ni Cuba.
Su madre le ha comprado una pelota, que tiene dibujado un mapamundi, para que supiera dónde estaba Cuba y se ha pasado toda la tarde dando patadas al balón y señalando la isla.
A la hora de acostarse pidió a sus padres que le contaran cosas de Colón. A su padre casi le da un soponcio y llamó a la madre para que se hiciera cargo de su erudito hijo. Al final los tres se acomodaron en la cama con un libro de historia y comenzó el relato.
Hubo una vez un hombre llamado Cristóbal Colón. Era misterioso, taciturno y desconfiado, de profesión marino, como Simbad y soñaba con grandes aventuras, con grandes riquezas. Los Reyes necesitaban telas de seda, especias, marfil y otros productos que traían de las Indias.
‒Los Reyes son tres ‒dijo Pablo.
‒No, cariño, esos son los Reyes Magos. Los Reyes de Colón se llamaban Isabel y Fernando.
El camino a las Indias estaba abarrotado de piratas que atacaban a todos los barcos que se atrevían a pasar por allí. El Mediterráneo era un mar peligroso. Por ese motivo se buscaban nuevas rutas para llegar a las Indias Orientales.
‒Majestades ‒dijo Colón‒ se puede llegar a las Indias viajando por occidente.
El rey Fernando no estaba convencido y le miraba de reojo. En cambio la reina Isabel le creyó y de inmediato vendió sus joyas para costear aquella empresa.
Buscaron tres carabelas sólidas y confiables y las bautizaron como «La Niña», «La Pinta» y «La Santa María».
‒¿Qué es una carabela?
‒Eran barcos pequeños, ligeros, que tenían tres palos y velas para que el viento las hiciera navegar.
Colón compró comida y bebida para alimentar y calmar la sed de un total de ciento veinte hombres, de los cuales solo unos pocos eran hombres del mar. El resto eran delincuentes.
‒¿Ladrones? -preguntó Pablo.
‒Sí, más o menos -dijeron los padres, bostezando.
Después de escribir y firmar muchos papeles, llamados Capitulaciones, Colón y sus hombres zarparon un tres de agosto de mil cuatrocientos noventa y dos desde Palos de Moguer, en Huelva.
Pablo se quedó dormido, sus padres callaron y con un marcapáginas dejaron el libro sobre la mesilla de noche. Al día siguiente, nada más levantarse, quería seguir con el cuento, pero sus padres le dijeron que dejara a Colón para la noche, que ellos tenían que ir a trabajar.
Cuando se encontró con Lidia le dijo que Colón era un pirata que robaba seda para que los Reyes se vistieran y que tenía tres barcos. Lidia no lo sabía.
Esa noche Pablo y sus padres continuaron con Colón, le resumieron lo dicho y Pablo se enteró entonces de que los piratas eran otros.
Desde Huelva hasta Canarias, las tres carabelas, navegaron con alegría pues hacía viento, mucho viento. Pero en eso les llegó la calma y tuvieron que esperar varios días a que soplara la brisa y las velas se pudieran izar. Al fin pudieron continuar. Las corrientes marinas y el aire les fueron llevando hacia un mundo desconocido.
Colón rascándose la barbilla pensaba que ya tenían que avistar tierra y tomaba su catalejo, pero solo veía agua. No decía nada. No quería asustar a sus hombres.
Estos se dirigían miradas atravesadas unos a los otros. Si uno decía: «¡Me cachis, qué calor!», otro contestaba: «¿Te molesta?» y por tan poco comenzaban a discutir.
En cada carabela dormían cuarenta hombres. Vicente Yañez Pinzón era el capitán de «La Niña» y Martín Alonso Pinzón era el capitán de «La Pinta». Juan de la Cosa era el piloto y a la vez el dueño de «La Santa María».
‒Eran hombres muy valientes ¿verdad?
‒Sí, sí que lo eran.
El niño ya no los oyó.
Ahora era Lidia quien se quedaba boquiabierta con las explicaciones de Pablo, que ganó en importancia. Y todas las noches, sus padres, estuvieran cansados o no, continuaban con la clase de historia.
…Llevaban setenta y un días de navegación. Muchos hombres aparte del cansancio sentían miedo pues pensaban que no saldrían vivos de aquella aventura. Ya no les quedaba comida y sólo tenían un barril de agua en cada carabela. Comenzaron a robar herramientas, sogas y armas. Pretendían hacerse con el mando de la nave. Solo unos pocos hombres leales permanecieron al lado de Colón y sus capitanes. Se hacían señas entre las naves y se declaró un motín a bordo en cada embarcación. ¡Qué hacer! 
De repente se oyó un grito. Era el marinero Rodrigo de Triana que gritaba desde el mástil ¡Tierra a la vista! ¡Tierra a la vista!
Era el 12 de octubre de 1492.
Todos los hombres se agolparon en la proa, Colón les gritaba ¡Atrás, que hundís los barcos! Pero era tal la alegría que bailaban, gritaban, tiraban las gorras. Las embarcaciones se iban a pique, ellos con la algarabía no oían a Colón pero cuando vieron que unos cuantos marineros caían al agua se dieron cuenta y entonces se agolparon en la popa. Ahora se caían por el otro lado y así estuvieron de proa a popa, de babor a estribor, hasta que se tranquilizaron y se pudieron equilibrar las naves.
Mientras tanto los marineros que habían caído al agua gritaban ¡Socorro! ¡Nos ahogamos! Y las sogas que habían robado para el motín les sirvieron para salvar a sus compañeros. Poco a poco se fueron acercando. Se pusieron sus mejores galas, tomaron el estandarte -que es una bandera- y las armas. En las naves quedaron unos pocos hombres. Avanzaron despacio.
Colón tomó posesión de aquella tierra que para él eran las Indias Orientales, en nombre de sus Majestades los Reyes Católicos, le acompañaba un sacerdote que se hizo cargo de la misma en nombre de Dios. Los demás, capitanes y marineros, no sabían muy bien en nombre de quien venían. Tenían mil razones, la libertad, la riqueza, la aventura, la religión. Todos sintieron que estaban viviendo grandes momentos. Colón tenía preparado un discurso que solo ellos oyeron. Un grumete afirmó más tarde que se oían tenues pisadas y que había visto sombras entre el follaje.
‒¿Eran hombres malos? -preguntó Pablo con los ojos muy abiertos.
‒No, no lo eran -dijeron bajito sus padres.
Recorrieron la isla y la bautizaron con el nombre de San Salvador, pues ninguno sabía que el nombre de esa isla era Guanahaní. La exploraron, se dividieron en grupos por si les atacaban, pasearon por un camino de palmeras, comieron unas frutas desconocidas, se bañaron en unas playas preciosas y se fueron a dormir a las naves, por si acaso.
Al día siguiente se dedicaron a recoger gran cantidad de fruta pues les habían sentado muy bien toda la que habían comido el día anterior y escarbando la tierra encontraron unos tubérculos que si los asaban les podrían servir de alimento. Recorrieron la zona sin adentrarse en el monte. Y volvieron a levar anclas.
Dos semanas más tarde, el veintiocho de octubre, desembarcaron en la parte oriental de Cuba. Esta era una isla tan bonita que Colón exclamó: «Es la tierra más hermosa que ojos humanos vieron», y la llamó Juana, como la hija mayor de los Reyes Católicos.
-Lidia nació en Cuba -murmuró Pablo con sonrisa soñadora.
Los padres intercambiaron miradas y sonriendo continuaron con la lectura.
…Allí se toparon con unos hombres que les miraban atentamente. Se acercaron y prepararon sus armas por si presentaban batalla. Los indígenas mirándolos, muy despacio caminaron hacia atrás dejando una distancia prudencial. Tenían el pelo negro, lacio y largo, el cuerpo desnudo y cobrizo. En las manos llevaban unas piedras más o menos del mismo tamaño, pero no mostraron intención de tirarlas. A los conquistadores les llamó la atención que estos hombres fueran lampiños.
‒¿Qué es lampiño?
‒Sin barba, sin vello.
-¿Y qué es vello?
-Esto -dijo el padre tomándole una mano y rozando con ella sus brazos.
Mientras tanto uno de los indios se acercó, olió a Colón y arrugando la nariz se volvió con su gente. Los intrusos volvieron a tomar posesión de la tierra como habían hecho en San Salvador, los indios no perdían detalle de lo que hacían sobre todo cuando se arrodillaban, levantaban los brazos, cantaban, rezaban. Se quedaban con la boca abierta. Al final se cansaron y se marcharon.
-¿Por qué?
-¡Calla!
Los conquistadores corrieron detrás de ellos, los indios corrían más, les gritaban ofreciéndoles objetos de regalo, pero los indios seguían corriendo. Al final llegaron a un poblado y dejaron de correr. El jefe de la tribu salió y por señas les invitó a sentarse en el suelo, usando unas palabras que resultaron muy extrañas para los oídos de los conquistadores. Al parecer les daba la bienvenida. Muchos niños se acercaron y tocaban sus armaduras, las madres inmediatamente los cogieron en brazos para que esos hombres tan extraños no les hicieran daño. Como no se entendían hablando, pero estaban cansados y hambrientos aceptaron el casabe que los indios le ofrecían y probaron por vez primera el pan de yuca molida tan común entre los indios de las Antillas.
A partir de ese momento unas veces con diplomacia y otras a la fuerza se fueron descubriendo tierras de un Nuevo Mundo al que llamaron América, en honor de Américo Vespucio, un navegante florentino que fue el primero en afirmar que era otro continente. Unos dicen que tuvo un golpe de inspiración, otros que era muy inteligente y algunos que lo dijo para llevarle la contraria a Colón. La verdad es que nadie esperaba encontrarse un continente en mitad del camino a las Indias.
-Lidia está pintada de negro, yo quise limpiarla con mi mano... pero no se borró.
-No está pintada, hijo. Su piel es de ese color.
El almirante regresó a España, desembarcando en Barcelona donde fue recibido con grandes honores por los Reyes Católicos. Hizo tres viajes más y cada vez descubría más tierras. Los Reyes Católicos se hicieron los remolones y no le entregaron todo lo que con él habían estipulado. Al final Colón se enfermó y se murió en Valladolid. Otros siguieron con los viajes.
Así se descubrió América. Se trajeron y se llevaron productos.
-Y ¿por qué?
-Porque sí, hijo, porque sí.
Haciendo pruebas nacieron muchos niños de diferentes colores y a eso llamaron mestizaje. Todos hablaron español pero con diferente acento. El oro y la plata sirvieron para muchas cosas, unas buenas y otras no tanto. Unos ahorraron mucho dinero y regresaron a sus pueblos y fueron llamados indianos, otros se quedaron por aquellas tierras en busca de una nueva vida. Ahora muchos descendientes de aquellos que fueron conquistados vienen a España.
-Cuando yo sea grande seré un conquistador. Y me casaré con Lidia.
-Haz lo que quieras, hijo, pero ahora ¡Por favor! ¡Duérmete!

Pasaron los años, uno detrás de otro. Se casó con Lidia, se divorció, y se volvió a casar con ella cuando por fin, la terca cubana aceptó a regañadientes, que en vez de marino, Pablo enamorado, se hiciera astronauta. 
La tres carabelas de Colón. Maqueta en un museo de Colombia





© Marieta Alonso Más

miércoles, 1 de agosto de 2012

Amantes de mis cuentos: El origen del helado




Alejandro con tres años devora toda clase de helados. El abuelo con setenta y tres también. Un día, este quiso contarle la historia del delicioso manjar mientras saboreaban respectivamente uno de chocolate y otro de turrón. Dejó su copa sobre la mesa.

Comenzó así… Marco Polo fue un viajero veneciano que vivió diecisiete años en China a las órdenes del Gran Khan Kubilai, un hombre muy astuto que le engatusó no sólo con grandes riquezas sino también invitándole a comer un postre desconocido. En un primer momento Marco Polo lo probó con precaución porque no sabía lo que era, pero al sentir cómo se derretía en su boca pensó que era la cosa más deliciosa que había comido en su vida. Y entre helado y helado escribió un libro sobre los lugares donde vivían los hombres de ojos rasgados.

‒Seguro que le gustaba el de chocolate.

‒No, en aquel tiempo no era conocido el chocolate en esa parte del mundo.

Continuó… Desde hace más de cinco mil años, en Pekín, se vendía un polo de leche y azúcar. Los chinos inventaron el sorbete de naranja y la pulpa helada que la almacenaban en «pozos de nieve».

‒¡Mi hermanita es china! ‒dijo el niño‒. ¿Inventó el helado?

‒No, solo tiene dos años. Y esto que te cuento ocurrió hace mucho tiempo atrás.

Cuando Marco Polo regresó a Venecia se trajo la receta escondida en el bolsillo de su chaqueta. Como le gustaba viajar fue contando de forma oral y escrita sus hazañas, describiendo todo lo que había visto, oído, comido y así la receta fue pasando de unos pueblos a otros.

‒A mí también me gustan los polos.

‒Sí… lo sé.

Prosiguió… Tu tocayo y el mío, Alejandro Magno, rey de Macedonia, cuando conquistó Persia sudaba a mares y le dieron a probar un helado y desde ese momento cada vez que conquistaba un pueblo como premio se comía uno. Nerón, un emperador romano que tenía miedo a que lo envenenaran sus enemigos, mandaba hervir el agua antes de introducirla en las ampollas donde luego se congelaba. Firmaba las sentencias de muerte mientras paladeaba un deleitoso helado.

‒De chocolate ‒y apuntando con el dedo gritaba‒: Pum, pum, pum.

‒Estos niños de ahora interrumpen cada dos por tres ‒menó la cabeza el abuelo. Y siguió con la historia.

Un italiano llamado Buontalenti quiso mejorar lo que había traído Marco Polo y creó el tutti frutti. Los comerciantes se frotaban las manos. Al tener distintos sabores vendían más helados y así para tener grandes salidas, los helados fueron mejorando, cambiando de forma y de gusto.

‒Hicieron el de turrón.

‒¡Eso no lo sé!

Aquí en España los primeros que comieron helados fueron los cordobeses en tiempos del Califato. Un médico español, Blas de Villafranca, inventó cómo congelar la crema. Trabajo le costó, pero al fin lo consiguió echándole sal gema al hielo troceado. Gracias a este invento se pudo hacer grandes cantidades de helado y a muy buen precio por lo que se generalizó el consumo, ya no solo entre los ricos sino también entre los pobres. Hasta los perros que vivían en casa rica comían helado y se lamían el hocico para disgusto de los mendigos que les veían y se les hacía la boca agua.

‒A mí me gustan los perros.

‒Lástima que tu abuela se niegue a dejarnos tener uno en casa. 

El helado de chocolate y metido en un cucurucho es cosa de los americanos. A principios del siglo XX, una mujer con un carrito de helados que vivía en Nueva Orleans, no pasaba hambre porque se comía todos los que le sobraban, pero no le alcanzaba el dinero que ganaba con ellos. Para vender más, tuvo la idea de poner una bola de helado encima de un cono comestible y empezó a vender helados como nunca lo había hecho, tanto que como era muy lista patentó su idea y se hizo millonaria.

Le llamó la atención que Alejandro estuviese tan callado, pero ya era tarde. Los restos de turrón y de chocolate por toda su cara delataban que el abuelo se había quedado sin su helado de turrón por charlatán.




© Marieta Alonso Más