martes, 1 de enero de 2013

Amantes de mis cuentos: Mi mendigo


Rodrigo se instaló en la calle huyendo de la mediocridad porque una mañana se levantó dándose cuenta que todos los que le rodeaban después de nacer se dedicaban a mamar, luego se les enseñaba cómo hacer sus necesidades fisiológicas sin pañal, a vestirse, a comer con cuchara, tenedor y cuchillo, para después del coñazo de estudiar tener que buscar un trabajo que les permitiera casarse y formar una familia, luego les llegaba vejez sin buscarla y por último cerrando el ciclo se morían. A él nada de eso le atraía. Sin mucho esfuerzo había llegado hasta la regla número diez de cómo ser un hombre aceptado por la sociedad pero cuando tuvo que pasar a la siguiente que era la búsqueda de trabajo no se sintió con fuerzas.
Su madre, viuda, se pasó toda su vida cosiendo para que a él no le faltase nada y un día se murió, así, sin más. En ese momento pensó que debía asentar la cabeza y buscarse una mujer de recursos. Le propuso matrimonio a cinco de sus vecinas pero ellas declinaron la proposición. Su madre fue la única mujer que le quiso. Así que decidió cerrar las puertas y ventanas de su casa, a la verja del jardín le puso un candado y la llave la tiró al río por si caía en la tentación de volver.
Era un hombre previsor por eso llevaba una mochila con un saco de dormir. No necesitaba nada más. Con su mejor traje, su abrigo Loden, de color verde con abertura en las axilas y su mochila al hombro caminó desde la estación de Atocha hasta la estación de Chamartín, allí  se encontró a un perro callejero que le robó el corazón y le enseñó a sentir una deliciosa sensación de libertad. El perro era amigo de los semáforos y sabía perfectamente el momento de cruzar una calle. Era increíble la inteligencia natural que tenía y encima no alardeaba de ello. Le bautizó como Platón y el perro ladró dando su aprobación. Desanduvo el trayecto con el canino pisándole los talones y cuatro veces hicieron la misma ronda sintiéndose los seres más felices del universo.
A las cinco de la tarde se percató que no había comido nada y que su estómago reclamaba comida. Se sentó en un banco y cuando el perro le puso el hocico entre las piernas le explicó la situación. Ni siquiera se había planteado una alternativa cuando Platón se marchó y le trajo una bolsa en la que dentro encontró una Coca-Cola y una hamburguesa. Desde ese día nunca pasó hambre. No le preguntó a Platón cómo se las ingeniaba, no quería pensar que su perro fuera un ladrón. Si las cosas no se hablan no se convierten en verdad. Así pasaron cinco años, en invierno Platón se metía en el saco con él y jamás pasaron frío. En primavera y otoño dormían en el césped cercano a los parques infantiles y cuando no había niños, perro y amo se deslizaban por el tobogán. En el verano su refugio eran las escalinatas de un gran comercio, el aire acondicionado era de su agrado cuando se abrían las puertas.
Una mañana el perro no fue el mismo, le miraba con una gran tristeza en sus ojos, no le trajo de comer, puso la cabeza en su regazo y estiró la pata.
Con él a cuestas regresó a su casa, saltó la verja del jardín y allí le enterró al pie de un árbol con la ayuda de un vecino que con grandes aspavientos vino a saludarle. Cuando pudo quitarse de encima aquel estorbo de hombre, se fue muy lejos a llorar la pérdida de su mejor amigo. Estando en un banco apareció una joven periodista que pretendía hacerle famoso, la echó a cajas destempladas pero la chica erre que erre y todos los días le saludaba hasta hoy… que pasó por su lado sin decirle nada.
No se puede uno fiar de las mujeres, se dijo. Sintió un coscorrón y supo que su madre se sentía ofendida y en alta voz dijo: Salvo tú, madre, que fuiste una santa.
Y clavó su mirada en la periodista.

Me llamo Piedad y estudio el comportamiento de los hombres. Para acceder al examen final tengo que hacer un trabajo de campo y he elegido el mundo de la mendicidad. Hoy nada más salir de casa de mis padres me he topado con un mendigo sentado en el banco que está debajo del almendro, sentí que el cielo venía en mi ayuda. Y me senté a su lado. Se fue hacia la esquina del banco. Me presenté y le expliqué que lo único que quería era saber su historia de cómo se había hecho mendigo.
-¿Para qué?
Se lo expuse. Me miró atravesado:
-No acostumbro hablar con periodistas.
Con gran paciencia le aclaré que era una estudiante de antropología y necesitaba saber cómo era su mundo.
-Igual que el suyo.
Sonreí, me levanté y le anuncié que mañana le preguntaría cuánto dinero había recaudado en el día de hoy. Me soltó que él no pedía, que su perro era quien le proveía de todo lo que necesitaba.
¿Dónde está el perro?
-Lo enterré hoy.
¡Cuánto lo siento! Me miró con desprecio y aún así le dije adiós y me fui calle abajo en busca del autobús.
Cada día que salgo a la calle lo primero que me encuentro es al mendigo y le saludo:
-Buenos días.
No me contesta por eso ya no le pregunto nada porque al día siguiente de conocerle me volví a sentar en el banco y se puso de espaldas. Le hice la pregunta prometida y me soltó con muy malos modos que él era un mendigo con clase. Y para demostrármelo puso la palma de su mano hacia arriba y cuando una señora le fue a echar una moneda volteó la mano hacia abajo y le dijo a la señora:
-Parece que llovizna.
La señora le pidió disculpas y él sonriendo le dijo que solo le aceptaba su moneda si le permitía ayudarla a llevar su compra. Y se alejó con ella dejándome allí sentada.
Desde hace tres meses saludo sin falta al mendigo porque a cabezota nadie me gana.
Hace unas semanas con dos exámenes en la cabeza, con uno de ellos que me preocupaba más que el otro porque no había tenido mucho tiempo de estudiar y lo menos que deseaba era suspender, se me olvidó saludarle. Sentí como si dos ojos se clavaran en mi espalda con tal odio que me di la vuelta y me encontré al mendigo mirándome fijamente. ¡Hola! Le dije sonriendo y sucedió lo que nunca. Me contestó.
-¡Hola! Y me viró la cara.
Me sentí feliz porque su saludo me demostró que echaba en falta los míos, que todos necesitamos ser visibles para alguien, que con amabilidad se derriban barreras.
A partir de ese momento no es que tuviera largas conversaciones con él, pero hablamos del tiempo, de mis estudios, ya se convenció de que no soy periodista, me ha dicho su nombre, hasta me comentó que cuando su perro vivía a él no le faltaba nada.
Llegó el final del curso y terminé los estudios. Mis padres no sabían qué regalarme por mi nuevo status de licenciada y les pedí un perro para regalárselo a Rodrigo. Él mismo eligió lo que quería. Y le llamó Platón II.
No sé qué mosca le habrá picado pero desde entonces no le he vuelto a ver. Recorro calles y calles en su busca y nadie da razones ni de mi mendigo ni de su perro.  


© Marieta Alonso Más




2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias, cielo. Escriben pocos comentarios pero cuando recibo alguno me llenan de ilusión. Un abrazo de oso. Marieta

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