miércoles, 27 de febrero de 2013

Ramón L. Fernández y Suárez: Diálogos desde el Parnaso


                                                    

                                                                            I
- ¿Y dices que Casandra murió a manos de la mujer de Agamenón? ¿Cuál fue el motivo?
- Supongo que los celos ya que el bribón tomó a la occisa por concubina estando ya casado y teniendo cuatro hijos con la homicida. Siendo, como fue, un rey apuesto y poderoso no dudo que muchas de sus contemporáneas, princesas o plebeyas, quisieran disfrutar sus atributos, y eso, en el imaginario colectivo, ha sido y continúa siendo, un tema inagotable.
- Esa es una historia muy antigua, pero me temo que suena a algo muy moderno.
- Seguramente, ya sabes que los antiguos griegos no dejaron  ningún tema humano sin tratar en su avance por la fantasía y el desarrollo del conocimiento.
- ¿Y qué puede inducirnos a los mortales a repetir nuestras conductas en sentidos positivo o negativo a través de nuestra historia? ¿Estamos fatalmente condenados a no desarrollar nuestra naturaleza inteligente, que nos despega del resto del reino animal?
- Mira, sin aspirar a darte opiniones concluyentes, podría apuntar que nuestro desarrollo como especie no constituye una evolución aislada del resto del orden natural; por ello conservamos quizás muchos instintos que originalmente compartimos con las familias superiores de la escala. Quiero decir que si, por ejemplo, los celos como expresión de un egoísmo genético excluyente inducen a muchos humanos a la decepción y el conflicto, podemos trazar su rastro y vincularlos a conductas como las de los machos cérvidos cuando se destarran mutuamente durante la berrea. A ese nivel y en ese momento puede parecernos una conducta natural y lógica dentro de lo que llamamos ley de la selección natural. Pero si trasladamos dicha conducta a las interrelaciones que conlleva la sociedad humana, puede entonces parecernos algo inexplicable y biológicamente retrógrado y hasta degradante. Pero lo cierto es que la verdadera y única diferencia reside, a mi entender, en que los sentimientos de frustración originados por los celos entre los humanos los comparten ambos sexos, derivándose de ello una mayor complejidad en el entramado de conductas que mueven la vida de los hombres. La ineludible igualdad socio-económica y política de ambos sexos conlleva, entre otras cosas, una transformación involuntaria (acelerada a veces por actuaciones plenamente intencionadas) conducente a situaciones irrepetibles en niveles inferiores de la escala zoológica.
- Veo que no te desmarcas de los presupuestos biológicos en la explicación de las conductas. ¿Niegas, pues con ello la, capacidad de los humanos para superar sus propias condiciones originales como grupo?
- No, no creo que iría tan lejos en mis razonamientos. Esa otra parte de nuestra naturaleza que no puede verse, medirse ni pesarse parece ser hasta el presente la verdadera clave que nos diferencia de las plantas y animales, por no citar al reino mineral. Digo que los fenómenos que tienen lugar en esa dimensión que unos, al estilo de los griegos llaman alma, otros espíritus siguiendo las tradiciones deístas, o que, al decir de los filósofos, no es más que el pensamiento. Ese devenir que a través de los milenios nos ha llevado a tomar conciencia de nuestra posición dominante en el desarrollo natural, es justamente el factor que nos hace diferentes como grupo del resto de la naturaleza. Esto ya lo pergeñó Hegel en el S. XIX, no es, pues, nada novedoso.
- Según parece, hemos comenzado hablando de los celos dentro del míticamente antropomorfo mundo de los griegos, pero sospecho que algunos matices de los aquí analizados pueden trasladarse a otros campos de la conducta humana y ello podría ayudar en la mejor comprensión de nuestras pasiones y, en especial, de nuestros sufrimientos.
- Esa ha de ser tarea de psicólogos y de filósofos.




© Ramón L. Fernández y Suárez

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Diálogos desde el Parnaso por Ramón L. Fernández y Suárez


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