viernes, 27 de junio de 2014

Ramón L. Fernández y Suárez: Miguel




“Me gustaría echar unos pasos al sendero”, ya que el camino no termina sino cuando uno está acabado. Es el motor quien determina nuestro itinerario y el camino es desbrozable mientras haya energía en la dinamo. ¿Por qué detenernos ante el bosque si aún hay fuerzas para alcanzar el horizonte inabarcable?  Mil focos de luz iluminan nuestra trayectoria imaginada, solo precisamos abocetar los escenarios.


Diez años transcurrieron desde el accidente en aquella curva desgraciada. Más de ciento veinte meses vividos entre hospitales, sanatorios e interminables rehabilitaciones. Tras nueve días de inconsciencia mimada entre sueros y respiración asistida, lágrimas brillando tras cristales y amargas impaciencias, reapareció una mañana la esperanza compartida entre los cuasi deudores de una muerte que parecía inevitable.


-         El paciente ha recobrado la consciencia. Se abre un período de incertidumbres, pero va respondiendo positivamente-, dijo el cirujano dictando,  al parecer, sentencia absolutoria por parte del destino.


En el Hospital de Parapléjicos de Toledo transcurrió el largo, larguísimo, segundo acto de este drama. Allí se concitan de modo cotidiano los múltiples y renovados esfuerzos de la ciencia por acercar a la normalidad diaria a cientos, anualmente a miles, de atribulados seres a quienes es menester re-educar para una nueva vida en la cual la felicidad no parece estar nunca al alcance de la mano.


A los treinta y siete años probablemente la biología parece hallarse en el clímax de nuestro desarrollo. Asimismo la biografía personal suele coincidir con dicho culmen, provocándose una conjunción que suele denominarse madurez humana. Son estas circunstancias no siempre categóricas, más sí porcentualmente aceptables. A esa edad, una fría madrugada de febrero, el hielo hizo volcar el coche conducido por Miguel mientras descendía el puerto de Somosierra. La década por él vivida a posteriori ha sido antes descrita, aunque sin hacer énfasis en sus colores. Tuvo éxito, si de tal puede calificarse el dilatado proceso de su recuperación. La tetraplejia inicial quedó, tras indescriptibles esfuerzos de tesón y voluntad, reducida a incapacidad locomotora permanente. Recuperación de las capacidades físicas, más no así de la salud emocional.  Triste ruptura de pareja que no acierta a remontar la cuesta interminable de resignación y de carencias. Soledad rodeada de mimos y atenciones familiares. Vacío, en fin, desprovisto de alicientes desde una silla de ruedas.


Una tarde de verano, cuando su espalda sudorosa parecía adherida al plástico respaldo de su sillón rodante, harto de su intransferible desesperación y hastiado de sí mismo, decidió Miguel que debía hacer algo para salir de aquel estado o terminaría con su vida. Sus recursos materiales no iban mucho más allá de una pensión por incapacidad mayor y permanente que cada año se quedaba más a la zaga de IPC declarado por las autoridades. Los cortos ahorros con que contaba se vieron reducidos a la mitad tras la separación de su pareja. Ella había pretendido generosamente renunciar a cuanto le correspondía; mas él, en su orgullo lastimado, no aceptó la solución y ella prefirió no insistir para no dar por terminada una larga relación de forma falsamente amigable.


Recordó entonces Miguel que a sus, ya lejanos, veinte años lectura y escritura eran para él opciones que llenaban su tiempo mientras otros pasaban largas tardes sobre las mesas de futbolín en bares y salones de billar. Retomó entonces, de momento, las lecturas y se apuntó a las actividades que en dicho sentido desarrollaba la biblioteca de su barrio.


Al cabo de algún tiempo comenzó a notar como un cierto renacer de su propia estimación. No sin altibajos, su ánimo parecía recomponerse en  un nuevo sentido. Recuperaba el sueño por las noches y el nombre de Julia dejaba de ser una obsesión en sus recuerdos. Sentía, sí, deseos de caricias y de risas compartidas, de complicidades portadoras de ilusión, pero ellos no  aparecían, en su imaginación, vinculados indefectiblemente a quien le “abandonara”.


El contacto con la dramaturgia marcó entonces el ritmo de su afición por la lectura. Shakespeare, Chejov, Truman Capote y el Duque de Rivas configuraron así, de forma inopinada, el contenido de las bolsas laterales de su silla de ruedas. Algunos meses más tarde hacía uso de bolígrafo y teclado no ya para glosar, sino para ensayar también algún dialogo que le dictara su imaginación fuertemente estimulada.


Un día, rompiendo las vallas del pudor, se atrevió a dar lectura de uno de esos textos ante el grupo de compañeros del club de lectores que solía frecuentar y al final, resultó hallarse ante un clamoroso éxito que nunca se esperó. Repetida la experiencia, tomó la decisión entonces de apuntarse a un curso on-line para redacción de historias y libretos ofertado por la Universidad de Alcalá de Henares. Fue ese el inicio de un despegue profesional que hoy, cinco años después, le ha llevado a recoger un premio cinematográfico en la  SEMINCI de Valladolid. ¿Es éste un final feliz a nuestra historia? Solo él podría decirlo. Nosotros nos atrevemos únicamente a registrarlo.





© Ramón L. Fernández y Suárez



                                          

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