sábado, 11 de octubre de 2014

Alejandro Chanes Cardiel: Lucha de clases



¡Vaya mujer!, murmuró el portero, al ver pasar por la calle una muchacha cuyo taconeo acentuaba el movimiento de sus caderas que él iba siguiendo con entusiasmo, mientras el humo del cigarrillo,  que colgaba de los labios,  le hacía guiñar los ojos.

La entrada de D. Claudio,  del  8º B,  puso fin al esparcimiento del empleado. D. Claudio  era de estatura tirando a baja y de complexión exigua que contrastaba con el aspecto del portero, fuerte y de gran envergadura. Además era de carácter difícil.

  -Buenos días Benigno.

 “Coño, D. Claudio, ya hemos hecho el día”, pensó, mientras esbozaba una sonrisa, en un intento de poner al mal tiempo buena cara.

  -Buenos días D. Claudio, no le he visto llegar.

  -Claro, está usted pendiente de la calle en vez de fijarse en los que entran...

  “Ya está jodiendo este tío”, volvió a interiorizar el portero, en tanto que D. Claudio se desembozaba de la bufanda y pasando la mano por la cabeza, pretendía colocar los cuatro pelos, hábilmente situados para cubrir la calva.

  -Con usted quería hablar porque no hay modo de pillarle en su sitio. Hace ya varios días, mi señora le dijo que teníamos una gotera y ya estamos pensando en ponerle un marco.

  “Este imbécil se cree gracioso”, se dijo el portero. “A tu mujer si le ponía yo un marco porque hay que ver qué buena está”. Y en voz alta:

  -Ya he avisado al fontanero. Se pasará hoy o mañana.

  -Déjese de cuentos y suba ahora conmigo para que la vea.

  -Es  que no puedo dejar sólo el portal.

-No me venga con excusas, así que andando. Y al mismo tiempo le empuja hacia el ascensor.

Mientras suben, al portero le viene a la memoria la figura de Dª Martina, la mujer de D. Claudio, y su rostro adquiere una expresión de arrobo. Piensa en su cuerpo, más bien abundante que escaso y que le recuerda un cuadro que vio en la propaganda de un libro que le echaron en el buzón. Eran tres mujeres rellenitas que, desnudas, entrelazaban sus brazos. Al parecer las había pintado un extranjero, un tal “Ruben”. “¡Qué hembra!”, pensó, mientras lanzaba un suspiro. “Y que esta mujer viva con semejante mastuerzo...”

Al llegar al segundo piso,

-¡Vaya!, se paró el ascensor. ¿Ve como tiene descuidado el servicio?

La desagradable voz de D. Claudio esfumó los ensueños del portero que, haciendo caso omiso del comentario, se limitó a contestar:

-Tendremos que subir andando porque el montacargas está ocupado por la mudanza del 6º A.

-Eso, seis pisos y la rodilla doliéndome a rabiar.

D. Claudio, hay que cuidarse. Será el reuma, el tiempo está muy cambiante.- A la vez que de boca para adentro, piensa – “así revientes”.

-Basta de charlas y vamos para arriba,  le interrumpe el vecino.
 
Y comienza el ascenso. D. Claudio jadea. El portero, detrás de él, sonríe con sorna. Paran en  uno de los descansillos.

-¡Espere, hombre, espere! –, grita el iracundo propietario al ver que el portero reanuda la subida- ¿No ve que no puedo respirar? –Y entre ahogo y ahogo murmura: “Este Benigno es un cafre. ¡Qué fuelle tiene!” y agarrado al pasamanos sigue subiendo.

Al llegar al quinto piso, se detienen de nuevo. El portero, esta vez, aprieta el botón del montacargas y D. Claudio, aliviado, oye al fin como se pone en marcha. Cuando se detiene,  Benigno abre la puerta y le deja pasar

-¡Qué olor! Esto es una porquería.

-Es por las basuras –le explica el portero-. Se terminó el ambientador y no he tenido tiempo de salir a comprar otro. Pero, tápese la nariz que en seguida llegamos. -Y para sí, “a ver si te asfixias”.

-¡Serás bestia!. ¿Pretendes que me ahogue?

El portero no responde, lo que quiere es llegar cuanto antes porque está a punto de hinchársele las narices con tanto regaño pero, finalmente y sin más contratiempos, el    montacargas se detiene en el octavo piso y al salir de él...

-Perdone D. Claudio pero mire como ha puesto el suelo. Se conoce que ha pisado algo en la calle.

-¿Me está llamando guarro? Esto ya estaba antes de entrar.

-No señor –retruca el portero- Que me he fijado. Ha sido un descuido suyo.

La ira enrojece la cara de D. Claudio, las venas de las sienes se le hinchan y las palabras se atropellan al salir de su boca.

-No le consiento que me falte al respeto. Soy un propietario y usted el empleado por lo que me debe una consideración.

-La misma que usted a mí. ¿Y sabe lo que le digo? Que ya estoy harto de que me  esté fastidiando desde que ha entrado en el portal y ahora mismo me vuelvo a mi puesto.

-Usted no se va. Y D. Claudio agarrándole  por el brazo le empuja hasta la entrada de su piso. 

Se establece un forcejeo entre el portero que trata de soltarse y el vecino que le sujeta. Y es en uno de estos impulsos hacia la puerta, cuando ésta se abre y el portero va a parar a los brazos de Dª Martina, la esposa de D. Claudio, al tiempo que su cara queda empotrada entre los abundantes senos de la atónita señora, que le acogen generosos.

Doña Martina, por su parte, siente que le recorre un estremecimiento y se abandona al contacto con  ese hombre tan varonil y de cuyo velludo pecho, mana un olor montaraz que la enerva mientras  una gota de sudor, caída de aquella frente que la oprime, se desliza por su escote a la búsqueda de un cauce. Suspirando, la mujer apura el momento, antes de volver a su realidad que, con ojos congestionados, la mira estupefacto.

Al levantar el rostro, los labios de Benigno tropiezan con la boca húmeda  de la   matrona que se abre redonda de asombro. Es más de lo que hubiera podido imaginar; no obstante, se repone y con gran dignidad se excusa:

-Señora, disculpe la intromisión.

Los segundos que dura esta escena se llenan con los gritos y denuestos de D. Claudio que, con aspavientos, muestra  su disconformidad con el  modo en que se acoplan las dos clases sociales.
                                                            

                                    
                                                                                            




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