sábado, 25 de octubre de 2014

Manuel Moreno Nieto: La maldición Gardel


Carlos Gardel
Fotografía tomada por José María Silva






Lloraron las guitarras, heridas en sus sones
cuando cayó vencido, el as de los cantores
Máximo Orsi. Poema evocativo.





Aquella mañana del 24 de junio de 1935 en Medellín, Samper estaba cansado. Por previsión de tormentas, su vuelo a Cali no había salido y lo celebró la noche anterior con una buena farra. Sabía quién era el pasajero de su avión: Carlos Gardel, famoso artista argentino, con su acompañamiento de la gira. A este piloto, sin embargo, no le interesaban mucho esas vainas. Su obsesión era Hans Ulrich Thom, un piloto alemán. Habían entablado una competencia enfermiza desde hacía dos años. Sus encuentros en las últimas semanas fueron así: vuelo invertido de Thom sobre Samper en Cartagena de Indias el 15 de enero; looping de Samper frente a Thom en Barranquilla el 2 de marzo y, cinco semanas atrás, una bajada rasante del alemán en Techo, maniobra que realizó con el arzobispo de Ibagué a bordo y que dejó al colombiano amarillo delante de todo el mundo. La cabeza de éste no contenía otra cosa que venganza y se había enterado el día anterior de que su oponente estaba también en Medellín con su avión, el Manizales. Cada piloto tenía su propia empresa de transporte aéreo y representaban, según ellos mismos, el expansionismo nazi y la resistencia colombiana. Así, a medio día, Samper no dio importancia al artista, simplemente ronroneaba una canción cuando puso a girar las hélices:

Este odio maldito / que llevo en mis venas / me amarga la vida / como una condena / el mal que me han hecho / es herida abierta / que me inunda el pecho /de rabia y de hiel…

Cuarenta años después, Carlos Regidor desesperaba la mañana  del 24 de junio de 1975 por sus reiterados fracasos en las pruebas de flaps del F-4 Phantom en el que estaba trabajando. Llevaba tres días desmontando, volviendo a montar y repitiendo ensayos que el aparato no superaba: si no aparecían fugas, eran bloqueos. Miraba de soslayo las sonrisas maliciosas de los compañeros cuando tenía que repetir todo el proceso. Uno de ellos iba más allá y le cantaba con los brazos abiertos y campaneando la cabeza:

Volveeer, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien…

A sus treinta y ocho años, Regidor era un mecánico reputado, con veinte en la aeronáutica y una ficha impoluta. No se le conocía avería irresoluble, ni veleidad política. Aquella mañana, sin embargo, su experiencia para resolver complicaciones no estaba sirviendo para sacar del hangar ese avión de la USAF que entró tres años antes con dos agujeros del Vietcong en la panza, y debería estar reparado, actualizado y en servicio un mes atrás. Algo raro, rarísimo, estaba sucediendo. Carlos no acababa de entender y detectaba, por las miradas de reojo de sus competidores, que su inminente promoción a Jefe del Equipo de Pruebas en Tierra, uno de los puestos más cotizados del Centro de Mantenimiento de Aeronaves en Getafe, estaba en peligro. En el avión de al lado uno de los mecánicos tenía encendido un aparato de radio del que salía una canción:

La indiferencia del mundo / que es sordo y es mudo / recién sentirás…

Cuando llegó a la cabecera de pista del Olaya Herrera, Samper estaba enajenado. Inició la maniobra de despegue,  el F-31 cogía cada vez más velocidad. Con el aumento del ruido, su mente enfermiza se iba expandiendo. Willis Foster, el radio operador y aprendiz de mecánico que iba a su lado, le veía las venas marcándose en el cuello, lo escuchaba chamullar palabras como nazi, hijoeputa, conchatumadre, pero pensaba que cuando alzasen el vuelo llegaría la tranquilidad. Durante ese recorrido, Gardel y su apoderado, Alfredo Le Pera, cantaban a dúo, ajenos a lo que ocurría en la cabina.

El F-31 se elevó, pero a los pocos segundos Samper vio delante, a su derecha, el Manizales del alemán: una nueva oportunidad de venganza. Se iba a enterar ese huevón. Le afeitaría con las hélices para luego ascender exultante de triunfo. Maniobró para simular la embestida. Casi veía la cara de Thom en su cabina cuando quiso elevarse otra vez…, pero apenas tuvo un instante para darse cuenta de que el trimotor no era una avioneta capaz de cambios bruscos de dirección. No había elegido el mejor momento para poner en su sitio a Thom, del que pudo ver, durante una décima de segundo, su rostro horrorizado en la que fue su última aproximación. Desde la torre de control  no se daba crédito a lo que estaba pasando. Cuando llegaron las emergencias, el fuego lo devoraba todo. Desde ese día, Medellín es una de las ciudades más tangueras del mundo:

En todas partes está;/ ¡toda la América hispana / Para llorarlo se hermana / Porque Carlitos se va! / San José de Bogotá / Lo absorbió como un alud / Y en su tibia infinitud / Lo acortajó con su veste, / Allá por el noroeste / De la América del Sud.

Carlos Regidor no se rendía. Estudió por enésima vez el manual y estableció una hipótesis que trató de confirmar, y luego otras tres: sudaba, encima y debajo de las alas, desmontando y montando. También daba gritos a los subalternos: ¡sube aquí!, ¡aprieta allá!, ¡levanta así! Cuando tocaron las sirenas del cambio de turno, Carlos se quedó en su puesto. Se paraba a pensar, sujetándose la barbilla, frente a frente con el morro del caza. Entrada la tarde, estableció una nueva hipótesis basada en una acumulación de causas que podrían originar una única avería. Tocó aquí, luego allá…, y el 36, número de orden dado por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos a los aviones de ese contrato, superó finalmente las pruebas. Un cuarto de hora más tarde observó, con emoción reprimida, el avión saliendo a la pista, mientras sostenía en la mano el libro de trabajo con todas las operaciones de control en regla. La pesadilla había terminado.

Al cuarto de hora de la salida del avión, se tuvo conocimiento del defecto grado uno que afectaba a la seguridad en vuelo del avión 36. Carlos había dejado su linterna dentro de un registro. Una y otra vez se lo habían explicado en los cursos: marcar como conforme una operación no realizada (y él marcó que había verificado la ausencia de objetos extraños) es una FALTA MUY GRAVE. La consecuencia de este tipo de fallos era inmediata, sin posibilidad de apelación. Lo supo en cuanto el Ingeniero Jefe de Mantenimiento le puso la mano en el hombro: “Carlitos, te llaman de Personal”. Una hora más tarde conducía hacia su casa de la urbanización Villa Juventus de Parla con la carta de despido en el salpicadero de su coche. Tarareaba una canción con los ojos encharcados:

Adiós muchachos, compañeros de mi vida…





Carlos Gardel murió en el aeródromo Olaya Herrera de Medellín, el 24 de junio de 1935,  en un accidente originado por un enfrentamiento entre pilotos. Desde ese día, cada diez años y coincidiendo con el aniversario, un mecánico de aviación español, de nombre Carlos, pierde su empleo al cometer un error relacionado de algún modo con la maniobrabilidad del avión. La misma suerte corrieron Carlos Butragueño en Reus en 1945, Carlos Dávila en Tablada en 1955, Carlos Pereira en Manises en 1965…







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