miércoles, 12 de noviembre de 2014

Marisa Caballero: El Cataplasmín







            Llegaron los fríos y con ellos esos enfriamientos molestos que solucionamos con cualquier específico efervescente.

Como recordareis, cuando éramos niños, no ocurría lo que ahora, a nosotros nos daban un vaso de leche caliente con miel y asunto solucionado, si la cosa duraba un poco más, algún jarabe de Lasa, las Juanolas o para la tos pastillas Bambu, o un huevo batido con Ponche Caballero o Quina Santa Catalina ¡Qué daba unas ganas de comerrr!

            Si estabas alicaído, una copita de quina, si no comías demasiado bien,  otra copita. Tal era la afición, que se tenía como un remedio casero, incluso se le llamaba “el médico de cabecera”. Era costumbre que este recetara una copita antes de las comidas y si era necesario algún jarabe específico.

            La publicidad de esta bebida decía (ya en tiempos de la Tele): “Quina Santa Catalina es medicina y es golosina”. En la etiqueta aparecía la Santa con su crucifijo. En la época curación y santidad caminaban unidos, y como tal se aceptaba y administraba. Todo era cuestión de Santoral, remediaba lo mismo Quina San Clemente, en su etiqueta un concentrado fraile leía un libro.

En el anuncio aparecía un niño jugando con aquellos pantalones tan cortos que en invierno se quedaba tieso, se salvaban los de capital, que llevaban uniforme al colegio con pantalones largos, aunque se aliviaba con unos calcetines a cuadros hasta la rodilla, que si se caían le plantaban unas ligas de goma  y que en cuanto crecían un poco reclamaban pantalones largos. Las madres orgullosas decían “se está haciendo mayor”, pero no, esa no era la causa. Más que el frio en invierno era la vergüenza de enseñar “las canillitas”, porque los niños de entonces corrían y jugaban mucho, no estaban gordos, vestían jersey sin mangas (se llamaba desmangado) y una pajarita al cuello. Jugaba con un coche y con las dos manos sujetaba un mando unido a un cable que lo dirigía, lo que provocaba un corto desplazamiento y mucho ruido.

El anuncio continuaba con la merienda (medias noches con jamón), cuando normalmente merendábamos pan y chocolate, un pocito de aceite con azúcar, una rebanada de pan con mantequilla o nata.

En el de Quina San Clemente, la madre llevaba una bandeja con copas de jerez y la botella de la maravillosa quina.

            Las niñas, que jugábamos a las cocinitas y a las muñecas para la publicidad no contábamos, nuestra actividad necesitaba menos esfuerzo, teníamos que saber coser, eso requería poco ejercicio.

            ¡Como se iban a resistir nuestras madres!, ¡llevaban dos auténticos Santos!, ¡no podía ser malo!  Ahora “el botellón” lo hacen nuestros nietos, pero fue a nosotros a quienes  hicieron alcohólicos en potencia, ¡menos mal que nos libramos!
          
            Había para todos. A los padres que venían cansados de trabajar, en el anuncio se decía “...su sillón,... su periódico y naturalmente Quina San Clemente”. Según la publicidad, la abnegada y servicial esposa una vez que llegaba el marido al hogar, al que recibía con un casto beso, después de llevarle las zapatillas y el periódico, amablemente le servía una copita de Quina San Clemente,  las imágenes presentaban un sillón en el que estaba sentado el agotado marido, leyendo el periódico (concretamente La Vanguardia), una lámpara de pie, para hacer más acogedora la estancia, y una repeinada esposa, con una bandeja en la que llevaba la botella y la copa, ¡qué mujeres las de entonces!, por mucho que se empeñaron  y ¡mira que lo intentaron!, nuestra generación se negó a tanto servicio.

            Otra de las medicinas que habitualmente tomábamos era  Calcigenol y Calcio 20, que estaba buenísimo, siempre me dolían las piernas cuando se acababa, todo porque quería seguir tomándolo. Según decían mantenía nuestros huesos fuertes y favorecía el crecimiento, también era bueno para las embarazadas, con éstos productos seríamos tan altos como los extranjeros, menos mal que no nos dijeron que nos volveríamos rubios; aquí de “canos”, no pasamos. Aunque la dosis era de una cucharada al día, todos le hemos dado más de un chupito.

            Pero de todas estas medicinas, hay una que nunca olvidaré, se llamaba, “CATAPLASMIN”,  ya no existe ni en el Vademecum, pero se puede encontrar como tal en el BOE nº 99 del  25-4-1984, como especialidad autorizada por el Ministerio de Sanidad. Te lo daban en el pecho como el Vicks VapoRub, aquello olía bien. Lo recetaba el médico y era de color rojizo. Se aplicaba como una cataplasma, se tapaba con una pieza de lana para mantener el calor y que hiciera más efecto. Con eso desaparecía la tos y descongestionaba la nariz, en fin una maravilla.

¡Dios mío!, jamás lo olvidaré, debía tener unos ocho años y un buen constipado. Mi madre decidió que había que cortar por lo sano, me dio el famoso ungüento, diciéndome que picaba un poquito, pero que dejaría de toser, al principio ¡tan contenta!, a los diez minutos, aquello era insoportable, el pecho ardía, picaba, escocía. ¡Papá, Papá!, grité despavorida, ¡qué me quemo!, y salí corriendo al cuarto de baño, que estaba al final de un largo pasillo. Mis padres asustados intentaban alcanzarme, me encontraron totalmente empapada. Fue peor el remedio que la enfermedad.

Nunca más se utilizó, ¿alguien más lo ha sufrido?.

            





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1 comentario:

  1. Resulta que Marisa y un servidor, fuimos al mismo colegio; aunque por razón de edad para este abuelo, estuvimos en cursos distintos. Y como tal, ella o yo, somos hijos del Calcio 20. ¡Qué rico, cómo nos gustaba! Para la próxima, querida Marisa, nos tienes que comentar del aceite de hígado de bacalao; aquello era incomestible, mal oliente, aunque mi madre me lo aderezaba con un poco del escaso azúcar (nos criamos en la posguerra) Todo cuanto nos comenta Marisa, lo recuerdo perfectamente. Hoy sería impensable, pues se denunciaría al fabricante de quina como inductor al alcoholismo en los niños; y aquí estamos, tan hechos y derechos, con los achaques propios de la edad, pero en un constante homenaje a nuestros padres; ellos, dentro de la escasez de esos años tan marcados en nuestra infancia, nos supieron inundar de cariño, de un amor inconmensurable, más la compensación de algún modesto juguete; para correr, ya teníamos la calle. Enhorabuena Marisa.

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