miércoles, 17 de diciembre de 2014

Cristina Vázquez: Lo que no pude decirte

 
Joaquín Sorolla
Niño comiendo sandía
Museo de Bellas Artes. Cuba 
     


                                
   _Quiero una sandía, que sea buena y no muy grande.
   El chico palpó unas cuantas por los extremos, se las acercó al oído, y finalmente se decidió por una.
   - Seguro que ésta le va a gustar-, dijo con acento melodioso-. En mi país tenemos sandias negras.
   - ¿Negras?  
- Si, son negras de puro intenso que es el verde.
- Yo también me acuerdo, cuando era pequeña que eran más oscuras, sin vetas claras como estas.
- Tengo alguna guardada para que el sol no las queme ¿quiere que mire?
Puso sobre el mostrador dos preciosas sandias. A Elena le parecieron de un verde abrumador. Pensó en una sima.
   - ¿Cuál prefiere señora? Las dos están buenas, si escoge una será niña y si escoge otra será niño. Yo sé cuál es cuál. - Y mira sonriente la tripa aún redondeada.
   - Dame la que quieras.

Los estores de rafia dan un tono ocre a la habitación. El aire acondicionado los mueve ligeramente, y Elena estudia los cambios de luz, casi imperceptibles, que producen en la pared: sombras chinescas, juegos de manos, el fondo quemado de una película antigua…

Está tumbada boca arriba sobre la cama revuelta, las piernas flojas y el pelo esparcido por la almohada. Una tirita en el brazo y un hematoma que sobresale. Se toca.

Es como si la noche y la sorpresa se hubieran entrometido en la mañana. Solo suena el aire contra los estores.

Los labios agrios, los ojos secos y duros le pesan. Se mueve para levantarse el pelo de la nuca o pasarse la mano por la tripa y los pechos enfajados. Nada duele y todo molesta.  Le han dicho que repose.  Tiene miedo a levantarse y volver a sentir el calor viscoso y sin control que baja por sus muslos. Los zapatos blancos también se mancharon. Después, las luces heladoras del quirófano y un gemido sordo la vacían, llevándola a una gravidez desconocida.

-  No te preocupes, podrás tener más hijos.

Ahí está, recién llegada del hospital, tranquila y hueca.

Tranquilidad es ausencia, soledad volcada en el huecograbado de una sombra. Una sombra diminuta que crece y asoma confusa a una pantalla de ecografía, con un latido muy acelerado.

-  ¿No lo ve, señora?

-  No, no lo veo.

-  ¿Quiere saber si es niño o niña?

-  No, no quiero.

El médico tenía voz de tango.

-  ¿Lo oye?

Le parece imposible que ese golpeteo desbocado sea su corazón. Está claro que no lo es, que no lo sería, o que fue solo un tiempo, para ella y por ella.

A veces llora, piensa que así no se le deshincharan los ojos de bulldog, pero le gusta el sabor de las lágrimas, las chupa.

Mis lágrimas, sus lágrimas.

Otra vez el teléfono, da igual que suene, no quiere hablar con nadie.  Se pasa la mano por los parpados, baja por el cuello, la cintura recta, y alarga las manos hasta donde le llegan. Ella ahora es solo ese contorno, se abraza y se acuna.

El tiempo pasa con una lentitud. Tiene hambre, se levanta dolorida, camina con lentitud. Al abrir la puerta de su cuarto el aire caliente la inunda, le gusta sentir un comienzo de sudor en la nuca y baja la cabeza al pasar por delante de la habitación cerrada.

En la cocina husmea por los armarios, algún paquete de galletas, una lata, una bolsa de frutos secos.  Abre la nevera- En medio del vacío resplandece la sandia como una revelación oscura.  Recuerda la cara del vendedor:

- Si escoge una será niña, si escoge otra será niño.

Se sienta delante y la mira. Las lagrimas vuelven a caer mansas, cuajadas. Se queda un rato en la misma postura, uniendo las manos en las rodillas y empieza a distinguir miles de posibles rostros, que nunca antes había visto. 

Mis lágrimas, sus lágrimas.




© Cristina Vázquez Salinero




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