martes, 30 de septiembre de 2014

Malena Teigeiro: Conversaciones con el Juez: La fea - Cacería - La tristeza






 La Fea



         Era fea. Terriblemente fea.  Era tan fea que ella misma decía que no tenía nada que agradecerle al Señor. Y eso no está bien. Y el Señor enfadado puso en mi mano una pistola y ya se sabe, el que coloca armas en manos de un inocente… Porque lo que es yo no lo quería ningún mal, si hasta me había casado con ella. Y si yo solo fui la mano armada del Señor, no comprendo, señor Juez, por qué me traen ante usted acusado de asesinato.


 Cacería


         Andaba dando saltos entre tomillos y romeros a pesar de que le dije que era peligroso recoger hierbas medicinales durante las cacerías. Y como resulta que últimamente le puse los cuernos en alguna que otra ocasión, pues la confundí con una cervatilla.

Total, que para hacerle el cuento corto, vi un movimiento entre unas matitas, apunté, disparé, y qué quiere que le diga señor Juez, sin ninguna mala voluntad, le di en la mitad de la osamenta.



 La tristeza



         Había llovido y el pantalán estaba húmedo. Ella resbaló y viéndola en el suelo, la empujé con la punta del pie un poquito. ¡Le gustaba tanto bañarse en el mar!
Me dio mucha tristeza, señor Juez, ver cómo con su muerte se fue al traste nuestro paseo.



sábado, 27 de septiembre de 2014

Guillermo Cabrera Infante: Cervantes, mi contemporáneo

Guillermo Cabrera Infante
Gibara, Cuba, 1929 - Londres, Reino Unido, 2005


Discurso de aceptación del Premio Cervantes 1997


In memóriam Octavio Paz

Hay un juego literario que es, como la literatura, un salto mortal sin red. Consiste en preguntarle al otro: ¿con quién famoso te gustaría cenar esta noche? Me propusieron ese árbitro de elegancias que dormía de día y celebraba la noche. Pero yo no sé latín y no creo que pueda aprenderlo para esta noche. Me nombraron a Shakespeare, pero entre su inglés y el mío hay distancia de olvido. Por último me susurraron el nombre de Cervantes.

Ahora estamos sentados a la mesa en medio del comedor. La misma mesa y todos los muebles son lo que se vendría a conocer como Renacimiento español: muebles macizos, muebles sólidos.

—Para mí —le dije—, todos sus libros son un libro: único, real y maravilloso y el mejor que se ha escrito en nuestro idioma.

—Si no fuera por mis años y el sol de estas Castillas que me han curtido, me sonrojaría.

—Ya sé que usted no ha padecido nunca de vanidad ni de envidia literaria.

—Nunca —dijo Cervantes.

En algún lugar de la casa alguien tañía una vihuela y una voz de mujer cantaba. Reconocí la melodía. Era Guárdame las vacas, la tonada que originó las variaciones de Cabezón.

—Me parece que le gusta la música.

—Mucho.

—A mí también. Cultivo varias melodías en mis escritos. Su nombre me es familiar. Uno de mis personajes del Quijote se llamaba así.

—Fue uno que murió de amor al ver morir a su mujer.

—Así es. ¿De dónde viene su nombre?

—Alemán de origen.

—¿Es usted alemán?

—Oh, no. Vengo de América.

—Allá quise ir varias veces.

—Si hubiera ido nunca habría escrito el Quijote.

—Pero habría escrito otras aventuras. Realistas unas, mágicas las otras. Como hicieron Bernal Díaz y Cabeza de Vaca.

—Pero son memorias, no invenciones.

No puedo evitar pensar que si los reaccionarios que ocuparon el lugar de los adelantados le hubieran dado permiso para emigrar a lo que ya se llamaba América, su gran libro hubiera sido escrito no en España, sino en la Nueva España ¿Qué les parece Don Quijote de las Indias? ¿Qué tal Sancho Pampa? No habría habido molinos, pero habría vientos. ¿Es una fantasía americana? Cervantes, en la segunda parte del Quijote, hace elogio y alabanza de Hernán Cortés y lo muestra como un caballero ejemplar. Ni más ni menos su par impar.

—¿Es el Quijote una alegoría de su vida?

No lo pensó mucho para decir:

—Es la parodia de una alegoría.

—En todo caso es un libro maravilloso.

—Es muy amable con mi libro.

Cervantes tendría mi edad exactamente ahora, pero era obvio que estaba en el invierno de nuestro contento: Cervantes por su Don Quijote, yo por mi Cervantes.

—Eso es inevitabilidad —dije.

—Es una palabra larga —dijo Cervantes.

—Es una palabra demasiado larga —dije—, pero inevitable.

El mobiliario del comedor se hizo contemporáneo, las bujías se hicieron bombillas, el banquete se vuelve una última cena. Pronto se disolverá el autor, pero antes de que desaparezca el maestro desaparecerá el aprendiz de Cervantes.

¿Qué es morir sino una forma de organizarse? ¿Lo dijo Cervantes? ¿O fue mi otro maestro, Martí mártir?

Cervantes dejaba de ser un mero mortal para pasar a la inmortalidad. Aquí debe acabar mi discurso. Pero permítanme una palabra o dos antes de irme. Por mi casa de Londres han pasado varias generaciones de escritores españoles, algunos bisoños, otros veteranos.

Muchos de los jóvenes escritores han devenido una generación que escribe los libros mejores que se escriben en español. Grande ha sido mi contento de que así sea.

Quiero destacar a mi agente, la formidable Carmen Balcells, porque fue ella quien me dio la noticia de haber ganado el premio por teléfono. Su alborozo fue más grande que el mío porque a pesar de las voces de Carmen siempre he sido un tanto escéptico. Todavía lo soy ahora. A todos, empezando por Miguel de Cervantes Saavedra, ¡muchas gracias!




Respuesta del Rey Juan Carlos I


Una lengua humanista y creadora



 [...] Festejamos hoy los despejados caminos de nuestra lengua, cada vez más extendida y mejor cultivada por sus hablantes y escritores, fundida en la fraternal unión de los pueblos hispanohablantes y embellecida por el encanto de los acentos americanos.

Esta mañana destaca de manera especial uno de ellos, el de la querida Cuba, al hacer entrega del Premio Cervantes a uno de los más conspicuos escritores que ha dado la isla: el feliz autor de Tres tristes tigres, monumento a la versatilidad de nuestro idioma, a su aguda comprensión del mundo, a sus infinitas capacidades de manifestación estética.

Este año de 1998 completa simbólicamente el ciclo de una década que ha visto nacer a la Comunidad Iberoamericana de Naciones y en la que hemos conmemorado el V Centenario del Descubrimiento y, con él, el cimiento de la casa común que con tanto amor hemos ido construyendo.

Un hogar en el que hacemos realidad nuestros proyectos, y en particular el de una cultura orgullosa de sus raíces, nutrida de solidaridad, enamorada de la libertad, y que despliega su imaginación creadora al amparo y por el camino de nuestra lengua común.

Este espíritu late en la persona y la obra de Cabrera Infante, empezando por su relación con el formidable personaje histórico, cultural y literario de Cuba que fue José Martí. Si Cabrera afirma que Martí es toda una literatura y siempre habrá una historia literaria, también es cierto que el autor de La Habana para un Infante difunto tendrá siempre lugar de honor en esa historia.

Y lo ha de tener, sobre todo, por los acendrados valores literarios, tan cubanos, tan hispánicos, tan universales que resplandecen en su obra, canónica y ejemplar, muy próxima y concordante con la cervantina por su capacidad de aunar, desde abiertos postulados personales, lo particular con lo universal.

A la sombra de Cervantes, a su modo y medida, también Guillermo Cabrera elige su ciudad y su país para transformarlos literariamente y, sin perder un adarme de su esencia particular intransferible, en ciudad y país universales y acogedores. Desde sus primeros textos, Cuba está presente. La Habana es el principio y fin de su andadura. Y pues tiene su residencia, desde hace años, en Londres, quizá convenga recordar la palabras de Dickens:

"Comprendió que deseaba ser ciudadano del mundo". Pretensión que Cabrera Infante realiza a través de una propuesta literaria convencida y convincente y una vocación insobornable y contrastada. Su vida es una permanente transferencia literaria de la realidad que a todos afecta, con la que ha creado un mundo complejo y atractivo en otra dimensión de la misma realidad que vive y transfigura. Su labor ha ido ahormando una lengua humanista y creadora, con la que vida, lengua y literatura constituyen un todo armonioso.

La suya es una literatura que potencia el gozo sensible junto al placer de la razón, y en ella el humor tiene un papel preponderante.



viernes, 26 de septiembre de 2014

Mª Paz Horcajuelo Torres: Reflexiones al atardecer



Hermoso día, hermosa tarde.
El viento frío limpiando el aire.
Un joven mira la luna
prendida en el cielo como un gajito.
Paseo largo, cielo infinito.
Pasos y pesos por el camino,
los estudiantes andan ligeros
risas y voces por el sendero.

La  noche se cierra, las luces brillan.
Vamos andando hasta llegar
 a ese lugar, donde todos entramos
 y ya en el fondo juntos estamos.
Ojos que apenas se posan.
Todos nos vemos aún sin mirarnos.
Por fin llegamos, nos despistamos.
Otra vez la vez la brisa,
no corta pero penetra.

¡Adiós a todos! Me voy quedando
sola conmigo.
Ya estoy subiendo, ya estoy bajando
La calle abajo.
Otra tarde llegará y vuelta y vuelta,
allí estaremos,
tan despistados y tan ajenos.
El círculo se va cerrando,
los que están dentro no han de salir,
los que están fuera pasan de largo.
¡Adiós queridos! ¡Hola de nuevo!
Ya nos veremos…
En otro sitio.







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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Brújulas y Espirales: Karin Leiz "Animales urbanos"

Blog literario de Francisco Martínez Bouzas


domingo, 2 de febrero de 2014


LA CIUDAD BURBUJA


Animales urbanos

Karin Leiz

Ediciones Barataria, Barcelona, 204 páginas

(LIBROS DE FONDO)


   Karin Leiz es una escritora tardía. Una narradora que llega a la escritura después de una larga vida que parece hecha de fantasías. Fantasías, con todo, que no fueron quimeras, sino largos años de trabajo y entusiasmo. Karin Leiz fue musa e imagen de Pertegaz en los años setenta. Y en los albores de la publicidad moderna, funda con el que fue su marido, los Estudios Pomés de los que saldrían incontables campañas publicitarias y más de tres mil spots.

   Karin Leiz fue en 1966 la primera burbuja Freixenet y también está detrás de la chica en el caballo blanco de Terry. En la actualidad continúa trabajando como estilista, guionista, una profesión que le sigue estimulando, y como autora de libros de gastronomía. Pero de pronto, hace unos años, sintió la necesidad de descargar el disco duro de su infancia  y adolescencia, de descubrir el eje de una vida híbrida (nacida en Sevilla,, hija de padres alemanes), que ella por decreto coloca en Barcelona.

   La ciudad que pretende descubrir en este libro, Animales urbanos, editado por Barataria, es Barcelona. La Barcelona de los años cuarenta, la ciudad-barrio de su infancia que viajará siempre con ella y hacia la que vuelve los ojos no para contemplar, como Kavafis, las obscuras ruinas  de su existencia, sino la obra de una vida miserable pero polícroma y que se renovaba cada día.

   En animales urbanos Karin Leinz retoma la tradición de la prosa poética, enriquecida con la nostalgia y con el humor, con un agradable zumo lírico que desde un yo -el de la chiquilla de ocho años- le sirve de observatorio de un mundo a primera vista sencillo, pero en el fondo poblado de infinitas resonancias. Sencillas escenas cotidianas, pequeños retratos de figuras humildes, de los habitantes de un barrio barcelonés que semeja una aldea. Prosa pictórica, enriquecida con el cromatismo de una amplia galería de tipos humanos, de estampas del barrio barcelonés de Sant Gervasi en los años cuarenta. Prosa cálida, luminosa que transmite, página tras página, el fervor suave de una inmensa humanidad. Prosa que, no obstante formar parte de una obra primeriza, alcanza un gran equilibrio y una eficacia lírica insólita.

   El texto de Karin Leiz es una elegía y al mismo tiempo una recuperación de la ciudad que desaparece y sobre todo del barrio en el que ella se movió de pequeña: Sant Gervasi. La autora recupera sobre todo el alma de las cosas. Su pasión por los pequeños detalles nos hace recordar el mundo maravilloso de Joyce  en su adolescencia, o la elegía andaluza, Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. También Karin Leiz humaniza los objetos, los oficios, los animales. El oficio de trapero ejercido por los emigrantes murcianos; el de las criadas o “minyones”, madres muchas veces de hijos huidos en la posguerra. Las ceremonias de vaciar los cubos de basura en el carro que acude todos los días, tirado por cuatro caballos, o el de la alfalfa que se hacía presente a la hora de la siesta con el alimento para los conejos del barrio. La vida frustrada de las crías de pájaros que fracasaban en sus primeras tentativas de vuelo. O Canelo, el perro escéptico e imperturbable que siempre acertaba: nada es lo que parece; o el loro de Presumida; las gallinas, los conejos y las palomas que crían en cobertizos improvisados.

   La niña queda así mismo admirada antes las trazas de la gente con la que comparte el barrio: la señorita relamida y cursi que come poco; Rosa que hacía jerseys  por encargo, dueña de un gato republicano; la familia de gitanos taxistas; señoras muy enseñoreadas con marido y amante y que solo comen pechugas de pollo; la misteriosa dama rusa que recibe visitas entre los vuelos de las palomas. Bubi, el niño con el que juramentó amor eterno y sería su primer muerto.

   Desde el muro protector de su casa, la chiquilla queda  fascinada al observar el bullicio de la vida en un barrio que tiene en los “colmados” los lugares donde se fraguan las amistades. Y nutre sus reflexiones imaginando el pensamiento de los adultos. En breve síntesis, libro sencillo, correcto y que posee la virtud de emocionar y despertar estados de conciencia en un tiempo cada vez más opaco.


Francisco Martínez Bouzas




Fragmentos


“El único comercio de nuestra zona, un «ultramarinos» que tenía de todo, estaba situado en pleno núcleo menestral, frente a nuestro muro sur. Los dueños del colmado, el señor José y la señora María, tenían un hijo que, para redondear la jugada, se llamaba Jesús. Poseían también el perro mejor alimentado del barrio y de eso se ocupaba María, que era un trozo de pan, en prudente equilibrio con su marido, que no lo era tanto. Era un hombre con mala sombra, de permanente malhumor y, a la que uno se descuidaba, hasta tramposo. Se tenía por «rojo», lo que en aquellos tiempos de posguerra justificaría su mal genio.

Me hice explicar por Justa, nuestra muchacha, lo que significaba ser «rojo» y, en principio, no me pareció motivo de disimulo o de secretismo. Yo también era partidaria de que la riqueza se repartiera entre todo por igual. De hecho, ya lo había practicado regalando una de mis dos muñecas alemanas a  unos basureros, con gran escándalo de mi madre.”


…..



“Las comidas con el señor y la señora Sort en aquel inmenso comedor de muebles oscuros y brillantes eran muy interesantes para mí. Ambos hablaban y reían conmigo, pero nunca entre sí. No se dirigían la palabra pero parecían compartir el agrado de mi presencia.

Años más tarde supe que la señora Sort era hermana de un alto cargo municipal, y que tenía un amante. Aunque tardé muchos más años en saber lo que realmente era un amante, sí sabía que se trataba de aquel joven apuesto que paseaba con ella camino de la casa, y de quien se despedía largamente bajo la ventana de mi dormitorio. Un juntar las manos, alguna vez un casto beso, ponían fin a la interminable despedida llena de arrumacos verbales y miradas tiernas. La señora Sort emprendía, sobre sus altos zapatos de colores inverosímiles, la ascensión de la cuesta camino de su casa, mientras el hombre apuesto se alejaba con paso digno y apresurado en dirección contraria.

-Es un caballero…- se comentaba.

El señor Sort, en cambio, rara vez iba a pie. Iba y venía en un gran Chevrolet con chófer, y al pasar saludaba jovialmente a través de la ventanilla. Yo no acertaba a comprender para qué necesitaba la señora Sort un amante, teniendo un marido mucho más simpático que la mayoría de señores, y además tan vital. Quiero decir que debía serlo, pues en el barrio se afirmaba que había puesto piso a una querida y que tenía cuatro hijos con ella.

-Se cuida mucho. Come pollo todos lo días…

A pesar de la evidencia del amante, Emilia no toleraba que se hablara mal de su señora.”


(Karin Leiz, Animales urbanos, páginas 12, 99-100)

sábado, 20 de septiembre de 2014

Malena Teigeiro: Conversaciones con el Juez: La única solución





La única solución


         Habla con la boca llena enviando al aire salivazos y salpicaduras de alimentos. Dice que los ajos son buenos para la salud y se toma en ayunas varios dientes. Habla francés, pero como nunca lo estudió nadie entiende lo que dice. Al reírse deja ver los dientes careados y como le tiene miedo al dentista no se los arregla. Se pone colonia y desodorante, pero como no se lava el olor que deja la mezcla de fragancias es francamente desagradable.

         Con ella no se puede vivir, y si no podemos vivir juntos y yo no creo en el divorcio, ¿qué otra cosa podía hacer sino quitarla de en medio? Y eso es lo que hice, señor Juez.






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Conversaciones con el Juez: Una vida feliz por Malena Teigeiro se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.


jueves, 18 de septiembre de 2014

Gabriel García Márquez: La soledad de América Latina



Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982


Gabriel García Márquez





Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo.

Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables.

Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos.

En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial.

El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina.

El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna.

Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Picchu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía.

Muchas gracias.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Luis Cernuda: Soliloquio del Farero


 (Sevilla, 1902 – México D.F., 1963)
Casa natal de Luis Cernuda
Calle Conde de Tojar, nº 6
Hoy calle Acetres, en Sevilla


Cómo llenarte, soledad, 
sino contigo misma... 


De niño, entre las pobres guaridas de la tierra, 

quieto en ángulo oscuro, 

buscaba en ti, encendida guirnalda, 

mis auroras futuras y furtivos nocturnos, 

y en ti los vislumbraba, 

naturales y exactos, también libres y fieles, 

a semejanza mía, 

a semejanza tuya, eterna soledad. 



Me perdí luego por la tierra injusta 

como quien busca amigos o ignorados amantes; 

diverso con el mundo, 

fui luz serena y anhelo desbocado, 

y en la lluvia sombría o en el sol evidente 

quería una verdad que a ti te traicionase, 

olvidando en mi afán 

cómo las alas fugitivas su propia nube crean. 



Y al velarse a mis ojos 

con nubes sobre nubes de otoño desbordado 

la luz de aquellos días en ti misma entrevistos, 

te negué por bien poco; 

por menudos amores ni ciertos ni fingidos, 

por quietas amistades de sillón y de gesto, 

por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma, 

por los viejos placeres prohibidos 

como los permitidos nauseabundos, 
útiles solamente para el elegante salón susurrado, 
en bocas de mentira y palabras de hielo. 



Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona 

que yo fui, 

que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones; 

por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos, 

limpios de otro deseo, 

el sol, mi dios, la noche rumorosa, 

la lluvia, intimidad de siempre, 

el bosque y su alentar pagano, 

el mar, el mar como su nombre hermoso; 
y sobre todos ellos, 
cuerpo oscuro y esbelto, 
te encuentro a ti, tú, soledad tan mía, 
y tú me das fuerza y debilidad 
como el ave cansada los brazos de la piedra. 



Acodado al balcón miro insaciable el oleaje, 

oigo sus oscuras imprecaciones, 

contemplo sus blancas caricias; 

y erguido desde cuna vigilante 

soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres, 

por quienes vivo, aun cuando no los vea; 

y así, lejos de ellos, 

ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres, 

roncas y violentas como el mar, mi morada, 
puras ante la espera de una revolución ardiente 
o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo 
cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista. 



Tú, verdad solitaria, 

transparente pasión, mi soledad de siempre, 

eres inmenso abrazo; 

el sol, el mar, 

la oscuridad, la estepa, 

el hombre y su deseo, 

la airada muchedumbre, 

¿Qué son sino tú misma? 



Por ti, mi soledad, los busqué un día; 

en ti, mi soledad, los amo ahora.