viernes, 5 de junio de 2015

Ramón L. Fernández y Suárez: Príncipe de la Manigua


I

Corría la cuarta década del siglo XIX y en las Antillas el negocio del azúcar ampliaba su horizonte exportando la producción no solo a las metrópolis europeas, sino también al mercado norteamericano en expansión aunque, las más de las veces, burlando prohibiciones establecidas por el régimen colonial que las regía. Los productores isleños multiplicaban sus esfuerzos para acrecentar sus capitales y capacidad de producción. Los gobiernos coloniales tenían la especial misión de controlar el comercio e impedir el contagio de las ideas autonómicas e independentistas que desde 1812 recorrían el continente iberoamericano.  Estas tensiones de carácter económico, político y social dominaban la dinámica de un país en formación, sobre el que se ejercían múltiples presiones exteriores.

La base social sobre la que gravitaba todo aquel difícil equilibrio, el principal elemento  productor de la creciente riqueza, era la mano de obra esclava que desde tres siglos atrás venía nutriendo las haciendas, las minas y las plantaciones de todo el nuevo mundo. Sobre ellos recaía el mayor peso del trabajo creador y se cimentaban la organización política y la estructura social impuesta desde la ribera opuesta del océano. Para ellos nunca se legislaron normas que atenuaran sus desgracias como a principios de la colonización se hizo con los indios; aunque también es sabido cómo eran burlados tan dignos empeños por parte de aquellos a quienes estaban dirigidas. Toda esa suma de pulsiones se cuantificaba con mayor rigor y gravedad en el caso concreto de cada hacienda, de cada propietario… de cada mayoral. Para ello se aplicaban castigos corporales como recursos de disciplina correctora y, asimismo, para atemorizar y prevenir cimarronadas.

Cimarrones hubo desde que se implantó el sistema, y estos fugitivos,  semovientes “jíbaros”, tal era su condición jurídica, siempre fueron cruelmente perseguidos. Su eliminación física no era aconsejable. Se les necesitaba para trabajar y engendrar hijos que prolongaran el sistema. Cuando, hacia mediados del siglo y por motivos económicos, los promotores de la trata pasaron a hacer valer la cara opuesta de la moneda aparentando ética filantropía,  todo el andamiaje del sistema comenzó a desmoronarse y la inestabilidad que ello conllevaba aceleró la crispación de aquella compleja realidad.

II

De los campos del Bayamo surgió una figura legendaria. Ya mis abuelas relataban que sus padres les contaron una historia, nunca escrita, de un héroe nacido en el lejano Dahomey. Apresado, arrastrado y encadenado en la bodega de un barco cuya bandera ostentaba la piadosa doble cruz de San Andrés. Con veinte pares de negros fue subastado en un puerto y destinado a una hacienda de la provincia oriental. Como era fuerte y rebelde, le asignaban los trabajos más penosos en los campos del ingenio. Tenía duras las manos y encallecidos los pies. La mirada hostil de sus ojos inyectados le granjeaba más azotes que a sus compañeros de tez.

Kata Keitia fue siempre un rebelde que a sus trece años ya andaba a solas por las tórridas selvas africanas. Por separase de su gente, fue apresado por guerreros de otra tribu quienes le llevaron a la costa y le vendieron por un puñado de baratijas y de trapos inservibles para el clima tropical. Dentro de la fétida bodega en que cruzara las aguas del Atlántico comenzó a gestar todo el rencor que años después explotaría desatando el terror en las comarcas orientales. Corría el año de 1834 al llegar al país que como destino le impusieron compatriotas y negreros.

III

De Don Miguel Tacón Rosique, capitán general de la colonia entre 1834 y 1838, decíase que la gobernaba “a taconazos”. Su misión principal: mantener el status quo de la colonia a todo trance, sin miramientos y sin flojedades. Los criollos conspiraban y urdían sublevaciones. Los autonomistas esbozaban tímidamente su ideario y los vecinos poderosos alimentaban todo intento desestabilizador en pro de su expansión territorial.

En los estrechos barracones, el terroso suelo se humedecía de lágrimas y de sudores. Viviendo en ellos, Kata Ketia, ya crecido, y precozmente endurecido, fomentó una rebelión sofocada sin piedad. Una mañana tormentosa de septiembre se desunció del cepo que le atenazaba y en su huída hacia los montes arrastró consigo a media docena de improvisados insurgentes. En contra suya, los perros orientaban las partidas de sicarios que perseguían a los fugitivos. Con las piernas desgarradas por la acción de la maleza y los colmillos, alcanzaron una precaria libertad en campos batidos sin descanso por sus perseguidores.

Parecía no haber fuerzas represivas suficientes para reconducir tanto desafuero. Cimarrones y conspiradores, aunque no al unísono, ponían en riesgo los designios del gobierno de su majestad, la reina regente. A las partidas desafiantes se unieron pronto otros nuevos alzados con su negra carne ensangrentada y pringada en heces y sudores. El pánico acució entonces a las clases acomodadas de las provincias orientales. El recuerdo de la revolución haitiana, treinta años atrás, hizo cerrar filas en torno al poder establecido. A la cabeza de la desafiante rebeldía, cual un Espartaco mandinga, Kata Keitia, machete en mano, abría caminos a su gente descabezando culebras y mastines en lucha desorientada y desigual contra todo un tricentenario historial de látigos, cepos, cadenas, espinas y colmillos siempre aterradores.

El gobierno colonial se empleó a fondo. La sublevación de aquellos cimarrones terminó con el sacrificio de sus más destacados promotores. Los poderes coloniales lograron hacerse temporalmente con la situación. El príncipe de la manigua pagó con su sangre la osadía de atentar contra el sistema y el general Tacón fue relevado en el paisaje isleño llevando, como premio, el incierto título de Marqués de la Unión de Cuba y Vizconde del Bayamo.
                                                     
                                                                                






Registrado en el Registro de Autores de la Comunidad de Madrid, España.




© Ramón L. Fernández y Suárez



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