jueves, 17 de diciembre de 2015

Cristina Vázquez Salinero: Felicidad

Dama en amarillo escribiendo
Johannes Vermeer






Estoy tan contenta. Aunque me gustaría vestirme con algo más cómodo, él quiere que esté siempre bien arreglada. Se lo merece y tiene razón. ¡Si hasta tengo una doncella que me peina y me pone los lazos en la cabeza! Y nunca paso frío, siempre hay braseros o salamandras encendidas.  Las joyas, menos las perlas, me las pongo por la tarde cuando él viene, pero las perlas me gustan y me las quito y las toco, las acaricio. Es una suavidad como el caparazón de algunos animalitos, de esos que ya no veo y tienen una blancura como de luna, lunas grandes que emborrachan cuando las miras en cielos abiertos. Aquí, en la ciudad, es más difícil, sobre todo si la tengo que atisbar desde una ventana enrejada o desde el patio. Ahí parece que la pierdo, que no puedo apreciarla en toda la soledad que tiene en el campo. Porque soledad sí tengo, no me importa, porque puedo escribir; también me trae libros y tengo un preceptor, un viejo grasiento que huele a sótano y que me instruye con paciencia y algún pellizco, un poco prolongado a veces. Le advierto que se la mostraré al señor si me deja una sola marca, una sola rojez, pues la delicadeza de mi piel es una de las cosas que más le gusta. ¡Qué sorpresa! Una flor tan delicada en medio del estiércol. Eso es lo que yo era, dijo él. Y ahora, soy la misma flor, pero ya no hay estiércol a mi alrededor. Él quiere que sea instruida, dice que soy su obra perfecta, y también aprendo a cantar. He escondido unos zuecos y, a veces, cuando estoy sola, bueno sola estoy siempre, cuando me aprietan  más mis recuerdos, me gusta ponérmelos y pisar muy fuerte, oír como repiquetean, me subo las faldas hasta las rodillas y golpeo el suelo y canto a mi manera, con la voz grave y con el cántico de amor que dedicaba a los mirlos y a Hans, mi novio.  La que me guarda luego se lo cuenta, pero él dice que me dejen, que todavía es pronto. Cuando veo las manos del señor, anchas, con los dedos llenos de sortijas, pienso que si se las quitase, serían como las de cualquier campesino y que si no se perfumara tanto, olería como huelen los hombres corrientes. Pero él las mueve acompasadamente sobre la tripa gruesa, cubierta de terciopelo, como si se acariciara, y me mira y yo no sé qué hacer, y no le quiero hablar de cuando me bañaba en el río, ni cómo me gustaba el calor del heno en el pajar, o recoger los huevos. Él solo quiere que yo esté muy quieta, me mira y me remira, como hace con sus cuadros y sus muebles. Dice que a lo mejor me hacen un retrato. Tiene muchos de otras mujeres. A veces me hace seguirle y me va explicando lo que es y lo que vale cada cosa; yo sé que por mí ha pagado mucho. Así que, como he aprendido a escribir, escribo cada día lo que recuerdo, cada pequeña cosa que hacía, el olor de la hierba cortada, el del estiércol, el de la sal del mar cuando cambia el viento, el ruido de la cuchara contra el plato de estaño,  mi madre, el calor de las manos de Hans y sus ojos duros, asombrados, cuando le velamos.  El adiós.  Y ahora lo escribo todo para recordar lo que fui. 

Me ha dicho que cuando llegue el buen tiempo me llevará a otra casa que tiene, tardaremos dos jornadas de viaje y ahí sí podré pasear. Ya falta poco, veo como despuntan las flores en la jardinera.





© Cristina Vázquez Salinero

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