jueves, 21 de enero de 2016

Malena Teigeiro: La casa de la pradera

Cape Cod al atardecer
Edward Hopper

Otra vez aullaban las sombras a través de los árboles en el bosque azul. Adela, mujer de mediana edad, gruesa y siempre de mal humor, apoyada en la pared observa al perro que inquieto, vigila el bosque sin atreverse a entrar en él. Adela dirige su mirada hacia Martín. Ya nada queda en el hombre sentado en el escalón, del joven que la había enloquecido en el Instituto. 
Los padres de Martín llegaron al pueblo desde nadie sabe dónde, hace ya más de quince años, para instalarse en una casa abandonada de las afueras de la ciudad. Se acercan al pueblo solo para vender la leña que recogen en el bosque, la madre, y para comprar cerveza, el padre. Martín, pocos días después de comenzar el curso, aparece por el Instituto. Entra en una clase y sin saludar a nadie, se sienta en un pupitre de la última fila. 
Desde el primer día se fija en Adela. Alta, rubia, de fornidas caderas. Vestía la niña una hermosa cazadora rosa y botas muy caras. Adela es la hija única de un viudo bastante adinerado, que cuando no se encuentra en el instituto, se dedica a cuidar a su padre quien a causa del fallecimiento de su esposa, vive una gran depresión.
Martín al principio, comienza a acercarse al grupo de Adela; luego a acompañarla hasta su casa. Más tarde la recoge por las mañanas, aunque para ello tenga que levantarse muy temprano y desplazarse largo trecho.
Una tarde es ella quien acompaña al muchacho a su casa. Al entrar Adela contempla al padre de Martín, semidesnudo, dormido en un sofá. La madre todavía no ha vuelto. El ruido de la puerta al cerrarse, despierta al hombre. Al ver a la joven se levanta y la mira de forma que a ella no le gusta. El hombre les prepara la merienda que Adela toma con asco. La joven se fue sin llegar a hacer los deberes. Nunca quiso volver.
A partir de entonces, los jóvenes solo se reúnen en casa de Adela. A Martín le gusta el orden que hay dentro de las blancas paredes de madera de la hermosa casa victoriana, el pasto que la rodea, verde en primavera y verano, rubio en el otoño, y cubierto de nieve en invierno. Martín comienza a ansiar la posesión de aquella casa, de los bosques de coníferas que crecen rodeándola, tan cerca, que en los días de viento las ramas lamen algunas paredes y ventanas.
Una tarde se hace de noche mientras estudian y Martín se queda a dormir. Vuelve a hacerlo un día y otro. Al principio duerme en la habitación de huéspedes; luego, en la de Adela. Así un día tras otro hasta que ambos dejan de asistir al instituto. Al padre de Martín no volvieron a verle. A la madre, tan solo cuando recoge la leña en el bosque que los rodea.
Martín comienza a cuidar al padre de Adela. Le prepara las medicinas, le lee el periódico, lo ayuda a bañarse, y charla con él de deportes. Una mañana aparece con un perro que coloca encima de la cama del hombre. Es para que le acompañe, dice. Día a día, poco a poco, Martín convence a Adela y la lleva al Ayuntamiento para contraer matrimonio. Desde entonces, se queja de los gastos y el trabajo que los cuidados del dueño de la casa producen. 
Una mañana al llevar Adela el desayuno a su padre, lo encuentra muerto entre las sábanas. Martín lleva el cuerpo al bosque, cava una tumba y lo entierra. Adela, que no comprende el fallecimiento tan repentino, llora con desconsuelo. Martín se ríe de ella.
Un día, aparece en la casa el padre de Martín. Viene, borracho, a pedirle dinero prestado a su hijo. Tú eres rico, dice, y tienes la obligación de ayudar a tus padres. Aquella misma noche un fuego redujo a cenizas la casa de madera de las afueras de la ciudad, estando el matrimonio dentro. Los bomberos firmaron un informe en el que se decía que un cigarrillo mal apagado prendió el queroseno de una lámpara que a buen seguro, habría tirado el borracho.
Y desde entonces, cuando sopla el viento, se escuchan aullidos y llantos de almas entre el rugir de las ramas de los árboles. Esos días, el perro que percibe los lamentos de su amo, aúlla desde la pradera, mientras Martín y Adela toman el aire sin atreverse a dejar la puerta de la casa.
© Malena Teigeiro


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