jueves, 21 de abril de 2016

Malena Teigeiro: Míster Sullivan

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John Singer Sargent

Había terminado la partida de bridge, cuando los pasajeros salieron a cubierta. Mister Sullivan acompañaba a Mariela, una encantadora jovencita italiana de garza mirada y risueños labios. La conocía de cenar varias noches a su lado.

—Hace frío, Mariela, ¿no cree que debería ponerse sus pieles?

Conocedora del encanto que sus hombros causaban en el hombre, coqueta, la joven, se negó. Continuaron paseando hasta llegar a popa. Apoyados en el pretil contemplaban, muy juntos, la estela de espuma blanca cuando él le pasó un brazo por encima de los hombros. Mariela, trémula, con los labios entreabiertos en una aduladora sonrisa, elevó hacia él sus ojos. 

 —Hace mucho frío. Por favor, Mariela, colóquese sus pieles. 

 —Si lo hago, se me arrugarán los volantes del vestido.

—Entienda, jovencita, que cuando un hombre le ordene alguna cosa, tiene que obedecer.

—Solo obedezco a mi padre, que no creo me mande mucho, pues falleció el año pasado, y quizá lo haga con mi esposo; y comprenda que éste no es el caso, porque estoy soltera sin compromiso.

Encontró Mister Sullivan tan seductora la respuesta, que sujetando con ambas manos su rostro, la besó. Mariela se elevó sobre la punta de los pies y correspondió a sus caricias. El hombre, apenas separándose de ella, con emoción exclamó:

—Mariela, si lo desea, esta noche consumamos el matrimonio. 

La joven lo contempló risueña. Con calma y los labios fruncidos, se colocó las acariciadoras pieles. 

—¿Quiere hacer el favor de ayudarme?

Él sujetó los broches, uno a uno, sin separar los dedos de la fina seda del vestido que la cubría. 

—¿La acompaño al comedor? —preguntó esperanzado.

—Esta noche no estoy en su mesa.

—Entonces, ¿puedo hacerlo en el baile?

—Tengo una idea mejor. A las  diez y media, le espero en mi camarote —lo volvió a besar y se fue. 

Mientras cenaban, Mister Sullivan, sin dejar de cavilar, contemplaba cómo en una mesa cercana, la joven reía conversando. ¿Un solo beso supone un compromiso para toda la vida? ¿Y si a las diez y media voy  y me encuentro con que todo ha sido una broma? 

Tocó con los nudillos la puerta del camarote. Mariela la abrió. Le sorprendió un leve aroma a nardos. Admiró el rostro de la joven sin maquillar; los negros cabellos sobre la espalda; los hombros cubiertos con la estola de pieles y debajo, un camisón blanco semitransparente. Desde la puerta, vio el lecho abierto y las sábanas salpicadas de pétalos rojos. Entró. 

A la mañana siguiente le despertaron las caricias de Mariela.  La joven, con dulzura, le pasaba sus delicadas manos por pecho, el cuello. Mister Sullivan entreabrió los ojos.

—¡Oh!, a pesar de ir con mucho cuidado te desperté —su hija Julia, con mimo, le extendía sobre el torso una prenda de suave angora azul—Perdona, papá, pero necesito saber si este delantero es ya suficientemente largo. 

Su padre, a pesar de la interrupción en el desarrollo de su principal virtud, reposar el almuerzo recostado en una tumbona del porche, mientras las tres mujeres de su familia confeccionaban prendas para en el ropero de la iglesia, le sonrió. Julia volvió a sentarse en el escalón del porche, seguida por la mirada de su padre. Cerca de ella, de espaldas a Mister Sullivan, como siempre, su esposa. Quizá intentaba demostrarle lo poco que le importa su presencia. Su otra hija, tan triste, pálida y absurda como su madre, continuaba  en silencio con sus labores.  Con un aburrido suspiro, dirigió la mirada hacia los ondulantes campos de algodón que la brisa movía y en el intento de reanudar su aventura, Mister Sullivan cerró los ojos. 


Las olas cortas, bien marcadas, comenzaban a romper, otra vez, las crestas de espuma blanca. 




(C) Malena Teigeiro

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