viernes, 15 de julio de 2016

Liliana Delucchi: La Máquina del Tiempo


El Relojero
Norman Rockwell






El señor Goldenberg tenía las manos nudosas y unas orejas tan grandes como su nariz. Su tienda, abarrotada de enseres, estaba en un pequeño subsótano al final de la séptima avenida, junto a Central Park. Al regresar del colegio, me gustaba detenerme ante su escaparate y adivinar para qué servirían esas cosas.

No era buena la fama del Sr. Goldenberg; huraño decían unos, avaro, declaraban otros; nunca una sonrisa que me invitara a pasar, aunque me veía a través de la luna, tarde sí, tarde no. 

La oportunidad llegó cuando una tarde, mi padre, para que lo dejase seguir viendo el partido de los Knicks, me regaló un reloj que había pertenecido a mi abuelo y que no funcionaba. No era una reliquia, ni siquiera una joya familiar, pero era mi primer reloj y la oportunidad de entrar en la tienda.

-Te has decidido –dijo cuando la campanilla de la puerta sonó y, con respeto, me acerqué a su mesa.

Sus ojos se veían muy grandes a través de las gafas. Recogió el reloj que le extendí sin atreverme a hablar.

-Es antiguo, y bonito. ¿De dónde lo has sacado?

-Era de mi abuelo, no funciona. ¿Podría arreglarlo?

Abrió un cajón del que sacó diminutas herramientas. Sus dedos las movían con rapidez dentro del mecanismo, yo miraba esos rodamientos girar hacia delante y hacia atrás; allí estaban mi abuelo, mi padre con pantalón corto y ese hermano al que nunca conocí; Nueva York cubierta de nieve y gente con abrigos raídos haciendo cola delante de los comedores sociales. Entonces, levanté los ojos y pregunté:

-Sr. Goldenberg, si un reloj marca las horas, ¿es una máquina del tiempo?

Su boca dibujó una sonrisa y me invitó a un batido en la cafetería de al lado.



© Liliana Delucchi


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