jueves, 15 de septiembre de 2016

Liliana Delucchi: La bailarina de Samarcanda


Edgar Degas
Ensayo sobre el escenario, 1874
Museo de Orsay, París
Volvía de una inspección a las provincias de Asia cuando hube de detenerme, muy a mi pesar, en la ciudad de Samarcanda. Me avergüenza confesar que la forzada interrupción de mi regreso a Roma no era debido a mi sensibilidad por contemplar la magnificencia de ese enclave, al cual los sasánidas habían adornado con excelsa belleza, sino la inflamación de mis juanetes. Esta deficiencia de mis pies con que los Dioses me habían condenado,  me llevó a utilizar los calzados más extravagantes, a la vez que consultar a cuanto físico encontrara. Sin embargo, el intenso dolor no consiguió nublar mi pensamiento y pude recordar que los persas, a pesar de su escasa o nula relación con la civilización romana, habían formado a grandes médicos y, aprovechando la oportunidad, iba a consultarlos.

Mas, ¿cómo hacerlo sin dar a conocer mi bochornosa anomalía? La suerte acudió en mi rescate al enterarme de que mi buen amigo, Quinto Curcio Rufo, estaba en la ciudad documentándose sobre el paso de Alejandro por allí, ya que, historiador, escribía una extensa obra sobre la vida del Magno.

Era su residencia un amplio palacio que había pertenecido a no sé quién y que él había reformado, convirtiéndolo en el escenario idóneo para su trabajo, con amplias estancias y jardines por el que paseaban las más bellas mujeres que yo hubiese visto.

De nombre irrepetible, había una cuyas curvas y voluptuosidades mostraba bajo una túnica transparente que me hacían desear tener menos años y más salud. Mientras la contemplaba bailar, venía a mi mente mi esposa, una matrona romana de alta cuna, viuda dos veces, cuya probada virtud no lograba ocultar sus ojos de cuervo. Mi juramento de fidelidad conyugal volvía una y otra vez a mi mente mientras las manos de la bailarina surcaban el aire. Entonces le miré los pies; los más hermosos que hubiese visto en mi vida. Redondos y delgados a la vez, cinco dedos perfectos que se levantaban uno a uno en abanico y que acababa en uñas cortas y pintadas de azul. Y el arco… curvo, que parecía construido por el mejor de nuestros arquitectos, alzaba su bóveda al cielo como buscando las estrellas. Y no tenían juanetes. Me enamoré.

Mandé mensaje a mi casa informando sobre un tratamiento al que debía someterme y que me retendría, lo cual era cierto, pero lo que más quería era verla bailar y, por las noches recluirme en la habitación que Quinto me había destinado y dormir soñando con mi bailarina. A solas en mi lecho besaba sus pies de pétalos de rosa, aspiraba la frescura del olor a jazmín que de ellos emanaba, lamía uno a uno esos dedos que había visto abrirse como capullos al sol. Soñar era lo único que me permitía dadas las extrañas circunstancias de la muerte de mis dos predecesores en el lecho de mi esposa, ella estaba emparentada con la familia imperial, y no precisamente por la rama Claudia, sino por la de Mesalina.

Más me hubiera valido quedarme en el terreno de la fantasía. Una noche en que todas las lluvias que Asia había acumulado durante un año cayeron de pronto sobre Samarcanda, se abrió la puerta de mi cuarto y ella, con la túnica mojada pegada al cuerpo, húmeda de agua y deseo, entró. Recuerdo la seda que dibujaba su figura, se alzaba en sus pechos, se hundía en su ombligo y en su sexo… pero eran sus pies, esos pies perfectos y descalzos que la acercaban a mí lo que me obnubilaron. Ascendían por debajo de mi túnica, caminaban por mi pecho y cuando, por fin, fui a besarlos, un olor nauseabundo me hizo retirar la cara.


Recuperé el aliento con el aire fresco del camino de regreso, con el aire y con la noticia de que mi querida esposa había fallecido… en extrañas circunstancias. 




© Liliana Delucchi

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