martes, 15 de noviembre de 2016

Liliana Delucchi: Un gato blanco y negro





Soy un gato redondo y mimoso. No sé los años que tengo. Durante un tiempo viví con una anciana medio lela que, como iba por la vida sin mirar, casi siempre me pisaba la cola. Harto de sus ruidos (los hacía para todo, desde respirar hasta sonarse, y no hablemos de las ventosidades), como estoy sola, decía… ¿Cómo sola, y yo qué soy? Harto de ella, como dije, un día la esperé agazapado detrás de un tiesto y cuando escuché su desacompasado taconeo (no sé si mencioné que también era coja), le mordí el tobillo. Ese acto supuso mi expulsión de tan digna mansión (para la vieja y sus amigas, porque era lo más parecido a un mausoleo) y mi ingreso en una casa menos noble, pero más divertida. O eso creí, siempre fui un optimista.

Abuela, madre e hija se sentaban en el patio a bordar, mientras el padre y yo leíamos.

La abuela era flaca y seca, lo único bueno que tenía es que le gustaba la ópera, pero cuando me acurrucaba a sus pies, el placer de escuchar a Puccini me hacía ronronear, lo que acababa con una patada en mi trasero.

Si algo tengo es constancia, así que una y otra vez volví a la salita de la anciana,  hasta que la muy cretina me echó y cerró la puerta. Disfruto demasiado de la música como para perdonárselo, así que una noche de invierno en que ella había dejado la ventana de su habitación entornada, la abrí de par en par. Octogenaria más pulmonía es igual a muerte segura.
Formé parte del cortejo fúnebre, me hice un sitio en el velatorio y el funeral… es que sonaba el Réquiem de Verdi.

No sé que les ocurre a los humanos que no soportan los espacios vacíos; la madre empezó a ocupar el lugar de la desaparecida anciana, tanto que la rozagante dama empezó a menguar y a crecerle la  nariz. Afortunadamente, mi querida niña seguía como siempre. Solitaria y cariñosa, era la única que me acariciaba y en las noches de frío me ponía una mantita, hasta que en una oportunidad en que no encontró otra cosa para taparme, lo hizo con una chaqueta de su madre. Fue entonces cuando la egregia señora decidió que le tenía alergia a mi pelo y que debían deshacerse de mi. El llanto de la joven me conmovió; su pecho con suspiros entrecortados en el que me había refugiado a la espera de mis nuevos dueños, me decidieron a acabar con la ambigüedad de mi situación.

Una descarga eléctrica terminó con el trastorno de la dueña de casa y, por fin, Samanta quedó al cuidado de los machos: su padre y yo. No creo que venga ningún otro porque, a pesar de que ya ha dejado la adolescencia, todo el mundo sabe que chica con padre más gato es igual a solterona.

© Liliana Delucchi


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