jueves, 15 de diciembre de 2016

Liliana Delucchi: La muerte de los hermanos Cadena







Sin prisa pero sin pausa. 
Era la frase favorita de don Ramón Cadena, que repetía cada día treinta o treinta y uno, según el mes, o veintiocho si era febrero. Era la fecha en la que cerrábamos el balance y que solíamos empezar a las ocho de la mañana y terminar cuando lo cuadráramos. La verdad es que lo encajábamos siempre antes de las cinco de la tarde, porque los Cadena eran tan miserables que sólo compraban una pieza de tela cuando habían vendido la anterior.

La máxima de su hermano, José, era; “uno a uno, sin olvidar ninguno”, aunque con ella nos torturaba sólo una vez al año, el 31 de enero, cuando cerrábamos para inventario y teníamos que contar botón a botón, cremallera a cremallera o  calzoncillo a calzoncillo.

Las letanías de los Cadena estaban tan dentro de mi mente, que las repetía en cualquier momento, si Clint Eastwood pronunciaba su “alégrame el día” yo le agregaba, “sin prisa pero sin pausa”.

Había entrado a trabajar con ellos en cuanto terminé el bachillerato y ahí seguía, cuarenta años después, en el mismo puesto y casi con el mismo sueldo. A lo largo de ese tiempo hubo muchas promesas de ascenso que no se cumplieron, siempre había algún otro empleado que ayudar y como éramos una familia... La verdad es que nos comportábamos como tal, no había bautizo, comunión o boda a la que no fuéramos todos, de hecho los hermanos apadrinaron a unos cuantos de los hijos de los trabajadores, muy fieles, por cierto. Algunos llevaban aun más años que yo en la empresa.

Cuando se estaba acercando el año de mi jubilación, don Ramón me llamó a su despacho. Teniendo en cuenta mi próximo retiro, me iba a nombrar Secretario General, un cargo que hasta entonces no existía, con un considerable aumento de sueldo para que mi pensión, llegado el momento de cobrarla, fuera más alta. Se lo agradecí, cómo no. Y empecé a soñar.

Nunca me he casado. Mi escasa familia se reduce a mi prima  Conchita, que vive en Alicante y a quien veo para el almuerzo de Pascua, pero mi sueño, desde que contraté el canal por cable y pude ver documentales, era conocer el Caribe.

Lo conocerás, Eulogio, me dijo don Ramón, ya verás cuando te jubiles con la pensión de Secretario General. Pero no ocurrió. Un día llegamos a nuestro trabajo y nos impidió la entrada un grupo que decía llamarse judiciales, con otra palabra delante pero que ahora no recuerdo. Los hermanos se habían alzado con los bienes, afirmaban, con los suyos, los nuestros y los de algunos proveedores que pasaron a formar parte de un largo listado en el cual describían sus créditos. A nosotros nos obligaban a cumplir con nuestro horario, aunque no había quien nos pagara y no podíamos apuntarnos a la cola del paro ni buscar otro trabajo porque formábamos parte de no sé qué grupo. Presos, pero sin la manutención del Estado.

Los nuevos gestores, si bien eran más amables, nos hacían trabajar tanto como los antiguos patronos y pocas veces pude salir de mi oficina como para ver en casa el último Telediario.

Una noche en que me quedé solo, escuché ruidos en el despacho de don José, cogí la linterna y, silencioso como un gato, me acerqué a ver qué pasaba. Allí estaban los dos hermanos, rebuscando en una caja escondida detrás de la biblioteca. Se sorprendieron al verme, pero como les ofrecí servirles algo; se quedaron tranquilos y me contaron un montón de cosas como que habían ido a buscar mi nombramiento como Secretario General para mostrárselo a los nuevos administradores. Fui a la cocina a preparar el café y junto al tarro de La Mexicana encontré otro más grande, de color rojo y con un cartel en letras negras que decía “Acabe con los roedores”.

Pasaron unos días antes de que los encontraran en un apartamento que habían alquilado, en medio de una maraña de billetes y papeles, oliendo a podrido y con copas a medio consumir. Dedujeron que había sido suicidio, por el matarratas y la cafeína que el forense dictaminó que había en sus estómagos.


© Liliana Delucchi

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