lunes, 5 de diciembre de 2016

Ramón L. Fernández y Suárez: Los estados de la felicidad

La cara feliz, tal como muestra este emoticono,
es un símbolo muy conocido de la felicidad.


Hoy nos piden hablar de la felicidad. Un tema absolutamente subjetivo que no todos valoran de igual forma. Para acercarnos a eso que podríamos definir como entelequia habría que intentar una aproximación a la diversidad de la naturaleza humana, algo que se nos presenta como un espejo de infinitas posibilidades para la reflexión.

La felicidad difiere en cada etapa de la vida y suele presentarse en estrecha intimidad con nuestras cambiantes necesidades de orden material y espiritual.

Durante la infancia, la protección del seno familiar constituye el marco necesario para experimentarla, aun en la inconsciencia de cuanto éste nos ofrece y nos permite para disfrutar sus consecuencias. La carencia de este entorno protector conduce generalmente a los infantes a las antípodas de cuanto ahora intentamos definir.

La primera juventud, con el estallido hormonal que nos agita y nos despierta nuevas inquietudes y emociones, diseña para cada individuo un íntimo y singular universo de ilusiones que suele confundirse con la idea de felicidad. Todo es volátil durante ese período. Todo arde en las venas con un estallido de corta duración que puede y suele repetirse con una brevedad tan distorsionante que impide un auténtico conocimiento de la realidad.

Más cercanos a la madurez comenzamos a entender que los latidos de nuestro corazón enamorado no son siempre los felices marcadores de estados duraderos de exaltación plácida y de jubilosa identificación con otras almas. Durante esta etapa, en la que ya no somos pámpanos ni aun  somos sarmientos, aparecen decepciones que, fijando nuestros pies a la cotidiana realidad, colocan el ideal de nuestra felicidad en otras dimensiones.

Con la madurez la idea de felicidad se hace más pragmática, se nos presenta generalmente aliada a la consecución y al mantenimiento de la seguridad en todo orden de cosas. Salud, economía, compañía y como aspecto relevante el desarrollo equilibrado de nuestra descendencia. Entonces la felicidad se despoja de egoísmo y, cual mariposa generosa, concentra su objetivo en el despliegue de sus coloridas alas en torno a nuevos objetivos de permanencia genética en el entorno espacio-temporal.

En la recta final de la existencia, la idea de la felicidad, apoyada siempre en un estado de relativa sanidad, ve como objetivos la realización de aquellas ilusiones que el bregar de etapas anteriores ha impedido o limitado realizar. Se abordan nuevos retos cuya realización, antes catalogada de imposible, pueden ofrecer momentos placenteros que aportan altos niveles de satisfacción. Podemos decir entonces que en nuestra vida, como en la naturaleza, el otoño es el esplendor de la madurez.





© Ramón L. Fernández y Suárez                      


                                

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