domingo, 11 de diciembre de 2016

Socorro González-Sepúlveda Romeral: La Bruja

Menina
Acrílico sobre tela
S. González-Sepúlveda Romeral





Esta es tierra de brujas, nos han advertido. Desde siempre ha sido así. 

Allí donde el bosque se espesa y no deja pasar la luz; donde el río baja muy hondo formando en la piedra, a fuerza de pasar, cuevas y recovecos umbríos, cerca de la cascada, donde está el viejo molino sin techo, con los huecos negros de sus ventanas sin puertas, a la intemperie, habitado por las higueras silvestres y los cuervos.

Allí pasó esta historia, que no leyenda, porque está escrita, en el  Libro de Autos de la Inquisición, siglo XVII, del monasterio cercano: la condena de una bruja a la pena mayor, la muerte, por tener trato carnal con “el Maligno”.

En ese mismo libro, están escritas las declaraciones de los testigos, vecinos del pueblo y de algún honorable fraile del convento. Las buenas vecinas -dijeron- haber visto al Macho Cabrío rondar el molino, donde vivía la bruja, y haberla visto salir por la chimenea, volando sobre una escoba, en las noches de luna llena.

Dicen, aquí la leyenda se confunde con la historia, haber visto por los alrededores del molino, a la bruja esperar la llegada de su amante, con los cabellos dorados, como las mieses maduras, sueltos y sus grandes ojos pardos, mirando sin ver la oscuridad del bosque.

Dicen, que la poseía noche tras noche y, que los gritos de placer se oían hasta en el pueblo vecino. Que las buenas mujeres se tapaban los oídos con cera de abeja para no oírlos y, que los hombres de la comarca andaban soliviantados de deseo. No paraban de decir desatinos. Fruto de la imaginación desatada, del deseo en los hombres y de la envidia en las mujeres, porque la belleza de la bruja superaba los límites razonables. Pero nadie la había visto de cerca porque su padre, el molinero, la tenía secuestrada.

Un hombre juró haberla visto lavarse en el río con hierbas de olor, sus partes íntimas, y decían que todas las hierbas de la orilla estaban impregnadas del olor a sexo de la bruja. Otro juró que atraía cantando a los hombres de los alrededores para que fuesen a moler su grano en el molino. 

Las mujeres aseguraban ser víctimas de sus brujerías. Si una vaca se desgraciaba o moría un niño, siempre había alguna mujer dispuesta a jurar haber visto a la bruja decir un conjuro. El odio de las mujeres se hizo tan grande que traspasó los límites de la aldea. El deseo de los hombres creció tanto  que las mujeres tuvieron que encerrarse en sus casas. Los frailes se flagelaban sin cesar, hombres al fin, para no ceder ante el deseo. Se dijeron misas y se hicieron rogativas a la Madre de Dios para que intercediese ante su hijo y librase la comarca del Maligno. 

Los monjes predicaban que la limosna era el único remedio eficaz contra el poder de la brujería. La bruja no podía pisar tierra sagrada, ni entrar en la iglesia, ni besar un niño. Encerrada en el molino hilaba y cantaba las canciones que la había enseñado su madre  antes de morir.

Ya vienen a prenderla los soldados para cumplir la condena del Inquisidor Mayor. Vienen con antorchas encendidas, soldados, alguaciles, frailes y abades, hombres, mujeres y niños. Todos quieren ver a la bruja para ver si es tan hermosa como dicen, para verla pagar sus culpas. Vienen, como en procesión y, delante, atravesado en la grupa de la mula el amante muerto. 

Ella lanza un grito que resuena en las montañas y, sale a recibirlos. Las voces del gentío la detienen: 

¡La bruja, la bruja! 

Se asusta. Retrocede. El cauce viene muy crecido, ha llovido durante tres días seguidos, la cascada, cerca del molino, ruge amenazante. Ella ve acercarse la multitud, brillan las armaduras de los soldados y los hábitos blancos de los frailes en la oscuridad. Brilla, sobre todo, la cara pálida de su amante muerto. Les deja acercarse un poco más y, cuando van a prenderla... se arroja al río.

Dicen que aún se oyen sus gemidos en las noches de luna.





© Socorro González-Sepúlveda Romeral


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