domingo, 1 de enero de 2017

Amantes de mis cuentos: Turbación

Fachada principal de la estación de Atocha
Madrid 1892








A Edgar Allan Poe








Me va a matar. Ahora. Me lo dicen sus siniestros ojos, su boca silenciosa, el cuello grueso, su traje negro. No ha dejado de mirarme ni un momento. Sin pestañear.

El andén está a rebosar. Ya pasan dos minutos de la hora prevista para que llegue el tren. Ya asoma la locomotora con sus vagones detrás y su ruido inconfundible. Siento su mirada fija, que me traspasa. 

Los periódicos llevan días anunciando a un asesino suelto que sin piedad mata a sus víctimas. Las elige al azar. La distancia entre su mirada y la mía se va acortando. Con disimulo me alejo. Me sigue. El tren abre sus puertas. Lo tengo a mi lado. Por instinto de supervivencia corro e intento subir en el último momento al tren. ¿Lo conseguiré? Ya ha sonado el silbato, las puertas me aprisionan. Un viajero me ayuda a traspasarlas. Respiro tranquila. Veo sus ojos a través de la ventanilla. Parpadea.

Un anciano al verme con tanta agitación me ofrece su asiento. Un joven no lo permite. Me acomodo y cierro los ojos. Lo que me faltaba. No contenta la vida con todos los problemas con que me obsequia, ahora me regala el acoso de un criminal. Ya no tengo fuerzas para luchar. El médico fue tajante y me recomendó mucho ánimo. ¡Qué fácil es dar consejos!

¡Perdón! No he escuchado lo que me ha dicho, le digo al anciano caballero que solícito me pregunta algo.

Miro hacia la puerta divisoria de los vagones. ¡Oh, Señor! Detrás del cristal están sus ojos. Miro alrededor. La salida la tengo a mano, en cuanto pare el tren me bajo y busco ayuda policial. No, mejor me quedo donde estoy. Entre tantas personas no se atreverá a hacerme daño. Sí, que se atreverá, me dice una voz interior.

Aprovecho el tumulto para bajar. Veo venir a dos policías corriendo. Buena señal. Están a punto de atrapar al asesino. La estación comienza a dar vueltas. Pierdo el conocimiento. Al volver en sí, oigo a uno de los policías pedir una ambulancia, me mira, sonríe, pregunta mi nombre. Estoy a salvo.

¡Dios mío! Detrás del uniforme están esos ojos que me persiguen. Señalo con el dedo, no puedo hablar, intento levantarme. El agente se da la vuelta.

Señora… tranquila. Es solo un cuervo. 




© Marieta Alonso Más

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