miércoles, 1 de febrero de 2017

Amantes de mis cuentos: Con la cabeza a cuestas



Cada día lo mismo. Suena el despertador. En pie. Pongo la cafetera. Una ducha rápida, la tacita de café y a la calle a recorrer el largo pasillo del intercambiador que me lleva al tren y al trabajo.

A paso rápido, ni me doy cuenta de lo poco concurrido que está. En lo alto, dos personas parecen hablar por el celular, un niño se aleja, un hombre se acerca y otro vigila. Hoy me espera una mañana ajetreada, una tarde deplorable y una noche de espanto. Nathan y yo hemos vuelto a discutir. Reanudó las amenazas, rompió una lámpara y dando un portazo, se marchó. No hay solución. Al salir debí haber hablado con el encargado del edificio para que me cambiara la cerradura. Al no verle en la puerta ni me volví a acordar. No llevo una hora despierta y tengo la cabeza que echa humo de tanto pensar. Lo mejor sería un traslado laboral, un lugar lejano a miles de millas. No. Es preferible cambiar de empresa, si sigo en la misma me localizará con facilidad. ¡Oh Dios!, tendré que tirar por la borda tantos esfuerzos realizados para llegar donde estoy. Empezar de cero otra vez.

Oigo los pasos cada vez más cerca, aprieto el bolso contra el pecho, no es que lleve mucho dinero pero… es mío. Acelero el paso, miro de reojo y la sombra la tengo a mi izquierda, detrás de mí. Con sigilo saco el spray contra ladrones. Lo que me faltaba.

Menos mal que no tenemos hijos. Fue el destino, porque yo estaba dispuesta a darle todos los que quisiera. Estás totalmente ciega, quítatelo de encima, repetía mi madre. Ese hombre lo tiene todo: vicios, vagancia y violencia. Y siguiendo su costumbre de hablar con la “V”, continuaba:

−Viola tus derechos y vivirás en vilo.

La sombra está casi encima de mí. Con tanto pensar he dejado que ganara distancia. Echo a correr.

Tenía razón mi madre, soy una marioneta en sus manos. A solas tomo decisiones; junto a él, todo es confusión. Sin falta he de ir al banco, debo desautorizar su firma en mi cuenta. Ojalá que no sea demasiado tarde. En estos momentos no puedo quedarme con los bolsillos vueltos.      

Siento una mano en el hombro. Sin mirar aprieto el spray. No atiné. Una nuble me separa del agresor. Entre toses, escucho:

−¿Qué haces? ¡Estás loca!

Es mi compañero de trabajo que agarrándome, todo sofocado, me pregunta de quién estoy huyendo.  




© Marieta Alonso Más 

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