domingo, 5 de marzo de 2017

Ramón L. Fernández y Suárez: El terror que me amenaza

  








-Los pirómanos deberían morir carbonizados.

-Creo que llevas razón. Ellos son causantes de nuestra desgracia presente y de las calamidades de nuestro futuro. Pero no veo yo que la acción de la justicia se enfrente a dicho tema con la contundencia necesaria. ¿Qué hacemos con mandarlos a la cárcel, si con ello no van a restituirnos lo que hemos perdido y jamás volveremos a recuperar? Habría que hacerles trabajar para devolvernos cuanto su actuación nos ha quitado.

-Mi marido y yo hemos trabajado durante más de cincuenta años en esta tierra escasa y dura para sacar los neños adelante. Nadie nos ayudó a levantar la casa y el granero. Nadie nos protegió de las inundaciones, de las enfermedades de las bestias, de las sequías ni de las artimañas de los compradores. Ahora él está bajo la tierra y yo sola en este albergue. ¡Ay, Dios mío! ¿Quién iba a decirlo? No hay justicia bajo el sol.

-Al menos pudimos escapar con vida, pero bajo el humo y la ceniza se quedaron todos mis ahorros. ¡Qué horror, Señor! A nuestra edad, ¿quién podría ahora ayudarnos?

Tras esta última frase se abrió un tiempo de lágrimas y de silencio. Una mano compasiva les acercó unos tazones blancos algo descascarillados con sendas raciones de un pote muy aguado que por el camino había perdido su temperatura. Maruxa y Belarmina lo aceptaron mas, sin probarlo, los hicieron descansar sobre una desconchada caja de madera que les servía de mesa improvisada entre las camas del albergue que en dependencias de una escuela había sido habilitado por las autoridades del concejo.

Todo el entorno había quedado reducido a carbón humeante y a cenizas.

Un denso olor a humo reinaba en todas partes. El fuego provocado llevaba ardiendo más de cuatro días. Terriblemente vivo y amenazador desde el principio. Sus propulsores, cumpliendo su cometido con ahínco, dieron buen uso a las monedas que estimulaban su delito; para ello supieron escoger la dirección del viento en el mejor momento para causar mayor y más rápido perjuicio. Ahora todo era desolación en los alrededores, pero bajo las piedras calcinadas y las edificaciones destrozadas ardían aún brasas y rescoldos que bomberos, protección civil, UME y voluntarios no podían dar por apagados.

Era el segundo intento tras seis años. Algunas siniestras fuerzas clandestinas bregaban en silencio con la complicidad de los autores sobornando voluntades para dar culminación a la catástrofe. No solamente bosques y cosechas, también las bestias y el resto de la fauna habían sucumbido a aquel desastre vilmente provocado. Desde las ahora desnudas madrigueras emergía el putrefacto olor a la carne de conejos y topillos muertos por la acción del humo. Cabras y gallinas aparecían por doquier en forma de rotos esqueletos calcinados…

Al amanecer, tras un rápido y mal dispuesto desayuno, se trasladó a los refugiados a otras distantes dependencias improvisadas por el gobierno provincial. Desde las ventanillas del autocar que las alejaba definitivamente de su paisaje original, las dos vecinas, en unión de otros afectados, contemplaban con dolor la desolada imagen que tras de sí dejaban. Con sus pertenencias habían perdido la noción de la esperanza. No les quedaba tiempo vital para pensar en la restauración de aquel paisaje. En su desesperación no eran capaces de meditar en la erosión, la desertización y el cambio climático que esas acciones criminales estaban generando para las nuevas generaciones.




©Ramón L. Fernández y Suárez




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