miércoles, 1 de noviembre de 2017

Amantes de mis cuentos: Sobre el anaquel

Samovar

El rumor del viento cada vez más fuerte brindaba esa sensación de frío que hacía arrebujarse en una manta y acercarse al samovar. Sentados a la mesa, frente a un cenicero de cristal de roca, el escritor y dramaturgo pensaba que los destellos del mismo iban al unísono de las voces de Sasha y Kolia.
Hablaban de dinero. Sasha su querido e inestable hermano daba cuenta de sus tribulaciones. Inteligente, más con ideas confusas, era un especialista en buscarse problemas. Su hermano Kolia, buen caricaturista y holgazán, entrelazaba sus quejas sin esperar su turno. Sus lúcidas mentes nunca les llevaron por un camino de responsabilidad, en su deambular, hallaron en el vodka mayor satisfacción.
El guirigay entre los dos hermanos llegó a su fin, despidiéndose después de haber conseguido lo que habían ido a buscar.
Quedó solo en la estancia. En la cocina se oían los ruidos habituales, la charla entre Eugenia, su resignada y llorosa madre y Masha, su absorbente hermana. Su mujer, Olga, se encontraba en San Petersburgo representando a Nina, la protagonista de una de sus obras. En una semana estarían juntos. Su recuerdo le hizo sonreír y un halo de tristeza le inundó por hallarse solo estando rodeado de tantas personas.
Con un suspiró se levantó en busca de papel. Nada mejor que escribir para ocupar su tiempo.
¿Qué estaría haciendo Olga? Quizás dormía después de una noche de trabajo, de cenas, de bailes. Terminaba agotada al tener que acostarse al amanecer. Era una mujer vital, apasionada. Una vez se enfadó con él cuando la llamó: “Mi fría alemana”. Su mujer le repetía hasta la saciedad que le amaba. Él sonreía… Y al igual que en sus cuentos no daba la razón ni la quitaba.
La verdadera pasión de su esposa era el teatro al que dedicaba más tiempo y esfuerzos. Era joven. Hablaba de remordimientos por abandonarle durante sus largas temporadas teatrales. Volvió a sonreír. El papel en blanco esperaba.
Levantó la mirada y sus ojos se posaron en la repisa donde un sobre llevaba escrito su nombre: Antón Pávlovich Chéjov. Sin dirección, sin sellos. Los ojos se le iluminaron, había encontrado un tema. Comenzó a escribir con parsimonia, lo corrigió una y otra vez… para legar al mundo uno de los cuentos más triste de Navidad.


© Marieta Alonso Más

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