domingo, 11 de febrero de 2018

Socorro González-Sepúlveda Romeral: Personajes de un pueblo

Acrílico sobre tela
Socorro González-Sepúlveda Romeral

Al lado de la casa del cura está la casa del juez de paz.  Al  juez  se le veía con frecuencia en la puerta de su casa, tomando el sol en invierno y el fresco en verano, sentado en un viejo sillón de mimbre que se había adaptado a la forma de su cuerpo.

Alto, delgado, más viejo que joven, su escaso cabello entrecano asomaba por debajo del sombrero negro, que no se quitaba nunca, únicamente cuando su hija menor se lo escondía para cepillarlo con agua y amoniaco. En estas ocasiones, el juez se enfadaba mucho, asegurando que se constipaba cuando iba sin sombrero. Unos ojillos pequeños e inteligentes al lado de la nariz aguileña, junto con una sonrisa irónica, socarrona completaban su fisonomía. Vestía un traje oscuro de buen paño, camisa blanca y chaleco. Calzaba unos botines de piel negra, bastante usados, y sus manos, de dedos largos y manchados de tabaco, eran las de un hombre que no ha trabajado nunca.

Consultaba con frecuencia el reloj de bolsillo que tenía en su chaleco, era muy meticuloso con los horarios, que no alteraba por nada del mundo, a pesar de que solamente  se pasaba una vez por semana por el ayuntamiento, para ejercer de juez y arreglar las diferencias que surgían entre los vecinos del pueblo.

El resto de su tiempo lo dedicaba a fumar y leer novelas del Oeste, también leía el ABC con un día de retraso, después de haber sido leído por su dueño el secretario del ayuntamiento. A veces daba un paseo por el campo para ver crecer el trigo, y esto era todo el ejercicio que practicaba, pues cuando no leía jugaba a las cartas en el casino.

A pesar de esta vida tranquila y descansada, el juez tenía un genio de «mil demonios». Se ponía como un basilisco cuando alguien le contradecía. Tenía por costumbre despotricar contra todos y opinar de lo divino y humano. Se consideraba a sí mismo un buen católico, un buen padre y un buen juez, tal vez porque su mujer y sus hijas le daban gusto en todo y lo trataban a «cuerpo de rey», aunque el dinero escaseaba en la casa del juez, puesto que el cargo era honorífico, sin paga, y sus rentas escasas.

                                            


© Socorro González-Sepúlveda

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