viernes, 25 de mayo de 2018

José Carlos Peña: El mar


                                


“Un hombre emprende el viaje y es otro el que regresa” dice un viejo proverbio.

Algunas veces, muy de tarde en tarde, me entretengo releyendo lo que escribía un bisabuelo mío, que es el único miembro de la familia con inquietudes literarias e intelectuales reconocidas. Era un pequeño terrateniente castellano, aburguesado y ocioso, que admiraba profundamente los avances tecnológicos que tenían lugar en Europa y se mostraba firme partidario del método científico. Aunque en algunas ocasiones llevaba esa afición hasta extremos un tanto ridículos, o al menos discutibles.

En uno de sus ensayos, escribe que al enterarse de que un joven de la localidad ha decidido enrolarse como marinero en un bacaladero portugués, con la intención de ampliar horizontes y ganar algo de dinero, él, mi bisabuelo, concibió un pequeño experimento.

No le costó mucho convencer al muchacho para concertar una entrevista y  someterlo, de paso, a un exhaustivo reconocimiento. Empezó formulándole algunas preguntas acerca de su forma de ver el mundo, la familia, la religión, la organización política y social, y continuó luego con otras cuestiones de tinte más personal; todo ello con la intención de pergeñar lo que hoy día podría denominarse un perfil psicológico.  

Parece que el joven se mostró reticente y desconfiado al principio, pero escribe mi bisabuelo que logró crear un clima de confianza suficiente como  para que las palabras y las ideas fluyeran poco a poco, en la medida en que era capaz de expresarse el hijo de una familia modesta y con escasos estudios. En cualquier caso, le advirtió de que al tratarse de un experimento científico, su identidad nunca llegaría a ser un dato relevante.

Luego sometió al muchacho a un reconocimiento físico que quedó reflejado en una descripción pormenorizada que incluye, además del peso y las medidas de cada uno de sus miembros, el color del cabello, los ojos y las uñas, así como la anchura de hombros, el perímetro craneal y los resultados de algunas sencillas pruebas de fuerza y resistencia.

Se despidieron ambos con la promesa de repetir todo el procedimiento cuando el joven regresara, aunque hay unas anotaciones que hablan de la posibilidad de que tal cosa no llegara a ocurrir, teniendo en cuenta el porcentaje de naufragios de la flota portuguesa, las posibilidades de una muerte en el mar y muchas otras circunstancias adversas  imposibles de cuantificar.

Hace poco, en el curso de un viaje, tuve la oportunidad de visitar el pequeño museo dedicado a los bacaladeros portugueses en Viana do Castelo. Allí, junto a las magníficas reproducciones de aquellos esplendidos veleros de gran arboladura y afilada proa, que se internaban durante largos meses en las gélidas aguas de Groenlandia para llenar las bodegas de bacalao, hay una serie de viejas fotografías que llamaron poderosamente mi atención.

En ellas aparecen los rostros de aquellos verdaderos lobos de mar, la mayoría jóvenes. Son los rostros de unos hombres duros y fuertes, muchos de ellos en actitud silenciosa, con la mirada ausente y el cansancio y la soledad reflejados en cada uno de sus rasgos.

Mientras los contemplaba, intenté imaginar cómo deben afectar a cualquiera esas interminables campañas. Cómo aquellos hombres, solos en medio del mar durante tanto tiempo, rodeados de témpanos y a merced de los embates del viento; sacudidos por las olas y ateridos de frío, podían contemplar el mundo y encontrar una motivación que dotara de sentido a su existencia.

Escribe mi bisabuelo que dos años después, cuando el joven cuya identidad sigue siendo un secreto regresó, volvió a someterse dócilmente a las preguntas y el reconocimiento, aunque su actitud era bien distinta en esta ocasión.

Se mostraba parco en palabras y soportaba las comprobaciones físicas con cierto aire burlón. Cuando mi bisabuelo empezó a interrogarlo sobre cómo había sobrellevado la exposición prolongada al aire libre, el frio y el trabajo duro, el muchacho esbozó una sonrisa.

— Parece mentira que sea usted tan listo —le dijo— y no se dé cuenta de que el verdadero viaje es interior.

© José Carlos Peña


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