miércoles, 19 de septiembre de 2018

Liliana Delucchi: Semper fidelis

Pintado en 1807 por Jean-Auguste-Dominique Ingres


Tras dejar la mesa en la que había estado almorzando, Marius emprendió camino hacia el otro lado de la ciudad. La tarde, aunque apacible, empezaba a cubrir el cielo de nubarrones y al joven se le antojó que su travesía no iba a ser lo rápida que imaginara.
En medio del puente le pareció escuchar unos pasos que se acercaban; giró la cabeza en busca del dueño, pero la densidad de peatones le hizo imposible detectar si lo seguían. Sostenía el libro con su mano temblorosa, mientras unas gotas de sudor le mojaban el cuello.

El monasterio parecía cada vez más lejano, su caminar más lento y el volumen más pesado. Un banco a orillas del parque lo invitó a calmarse. Una niñera con un carrito de bebé le hizo compañía, mientras él ojeaba los dibujos que cubrían, una a una, las páginas que con tanto celo acariciaba.

Charles Lauzun era su amigo. Habían crecido juntos en medio de las olas de pálido morado que cubrían las colinas de Aix-en-Provence; el olor a lavanda y a heno formaban parte de su infancia, junto con los sueños de llegar a ser grandes en la pintura.

Charles fue el primero en partir y su talento encontró el eco que esperaba entre los artistas. Le escribía largas cartas en las que relataba su vida entre novelistas y poetas; tertulias con sabor a vino y discusiones hasta el amanecer. Cada tanto le enviaba un dibujo nacido de su mano firme y su perspicacia para atrapar hasta lo más nimio. Deja el pueblo, le decía, tu lugar está aquí, con los nuestros. Pero, cuando finalmente se decidió, Marius pudo comprobar que el sitio no era tan grande como para albergarlos a todos. El camino hacia la gloria se estrechaba, solo unos pocos podían seguir por esa senda y comprendió que sus pasos no lo llevarían a compartir la cumbre con su antiguo compañero de infancia. 

Vivir en la gran ciudad era cada vez más caro y un anochecer que se encontraba apurando una copa de vino, un hombrecillo con un abrigo raído se le acercó. Solo tenía que conseguir el libro con los primeros bocetos de Lauzun y sus apuros financieros tocarían a su fin. Agotados los argumentos en pro de la fidelidad, decidió que la relación con su amigo se enfrentaba irremisiblemente a un erial de incomprensión. Y cedió.

Faltaban solo unos minutos para la cita: el monasterio seguía lejano y la respiración de Marius agitada. La niñera se puso de pie y se alejó empujando el carrito del bebé; un par de ancianos paseaban conversando, y una joven daba de comer a las palomas. Entonces, la muchacha se dio la vuelta y Marius pudo ver que llevaba un ramito de lavanda prendido en la chaqueta. Cuando el perfume de la Provenza llegó hasta él, acarició las tapas del libro que descansaba sobre sus rodillas, se levantó y emprendió el camino de regreso a su casa.



© Liliana Delucchi


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