jueves, 11 de octubre de 2018

Socorro González-Sepúlveda Romeral: En la huerta



Recuerdo el día en que fuimos a robar peras. Era verano y la hora de la siesta. Salimos de nuestras casas sin hacer ruido para que los mayores no se enteraran. Éramos cinco, mi amiga Cuca y su hermano, mi prima, mi vecino Toño y yo. El mayor no pasaba de nueve años. A todos nos gustaban las peras y, sobre todo, salir al campo y la aventura de hacer algo sin que nos vieran.

Hacía mucho calor. Caminábamos en fila india por una vereda estrecha, que nos llevaba a la huerta del tío Antolín. Vicente, el hermano de mi amiga, iba el primero, de repente, se volvió con el dedo en la boca.

─¡Silencio! Callad todos y andad despacio. He oído algo…

Dio la vuelta y se alejó de la vereda. Lo seguimos. Retrocedimos para escondernos detrás de la reguera, que era alta en aquel lugar y disminuía a medida que se acercaba a los perales. Entre estos y la reguera estaba el campo de maíz alto y frondoso. De ahí salían las voces o quejidos que no entendíamos. Después, silencio.

Desde nuestro escondite, vimos salir del maizal a un hombre, que se sacudía el polvo y las hojas enganchadas en el pantalón. Estaba de espaldas. Luego, una chica muy joven con el pelo suelto, que se levantó y comenzó a recogerse el pelo en un moño.

─Es la Fabiana─ dijo mi amiga.

─Es el alcalde─ dijo Vicente, al mismo tiempo.

Las niñas más pequeñas preguntamos.

─¿Por qué se esconden? ‒Rieron los niños y contestaron─: para que nadie vea lo que hacen.

─¿Qué hacen? Volvimos a insistir.

─¡Hacen un hijo!

Nos quedamos callados y esperamos a que se fueran cada uno por su lado. Salimos del escondite y regresamos al pueblo; olvidándonos por completo de las peras. Regresamos campo a través, los cardos y abrojos nos lastimaban las piernas desnudas. Caminábamos en silencio, pensando. Yo no sabía cómo se hacía un hijo. Había visto nacer un potrillo y también a un caballo montar una yegua en el corral, pero no había relacionado una cosa con la otra.

Pasó el tiempo y llegó la primavera. La Fabiana tuvo un hermoso niño y se marchó a la capital a criarlo. «La echaron de casa» se comentaba en el pueblo.

─¿Por qué la han echado de casa, madre? ─pregunté mientras comíamos ─¿Es malo tener un hijo?

─La Fabiana no está casada ─contestó mi hermano, que era más mayor que yo. No tiene marido y no saben quién es el padre.

─Yo sí lo sé ─dije, contenta. Todos me miraron con asombro‒. ¡Tú qué sabrás!, dijo alguien.

 Yo sí sabía y, por fin, había descubierto la relación entre el hijo de Fabiana y la escena que, habíamos visto escondidos la tarde que fuimos a robar peras. Dije sin poder contenerme:

─¡Yo vi como hacían un hijo en la huerta del tío Antolín la Fabiana y el alcalde!


©Socorro González- Sepúlveda


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