domingo, 18 de noviembre de 2018

Blanca del Cerro: A través de la ventana







        Fue un día de sombras grises, tan deslavazadas que parecían casi de terciopelo, cuando el joven Óscar vislumbró aquella figura a través de la ventana de un edificio también gris que hacía juego con la mañana. Aquella imagen se desdibujó entre los cristales semicubiertos con unas cortinas de flores anaranjadas y verdes, mientras una lluvia tranquila y remolona hacía tintinear su cántico suave por las aceras.
        
Era su camino habitual. Todos los días del año, Óscar se dirigía a su trabajo atravesando el barrio en el que vivía hacia la zona centro de la ciudad. Las calles eran estrechas, serpentinas multicolores, y el joven se encaminaba hacia las oficinas de los grandes almacenes donde prestaba sus servicios desde hacía ya varios años. Y fue allí, en una mañana gélida, al cruzar la Alameda de los Jilgueros, la avenida más ancha de la villa, donde tropezó con aquel edificio grandioso y elegante con sabor a vaivenes antiguos y a filigranas majestuosas.

        Su mente, a aquellas horas de la mañana, siempre andaba enredada en los recovecos del trabajo que debería realizar a lo largo del día, por lo que nunca se percataba de lo que rondaba a su alrededor. Por eso nunca prestó atención al entorno. Por eso le había pasado desapercibido el edificio. Por eso le sorprendió tanto el hecho de que allí, en la luz difusa de una ciudad que despertaba entre bostezo y bostezo, surgiera la figura de una diosa a través de aquella ventana. Porque le pareció una verdadera diosa.

El aire se hizo trizas a su alrededor.

La figura que vislumbró a través de la ventana se asemejaba a un ángel extraído de un cuento recién inventado, como un arpegio, como un brocado, como un espejismo fantasmagórico. Era algo insólito e irreal, pero allí estaba ella, una mujer joven, casi una niña, contemplando el infinito, con su melena negra plagada de rizos, con sus ojos pardos, con sus pómulos arrebolados, su frente altiva, su rostro exquisito de luna perdida, tras la ventana. Y así, de repente, aquella niña observadora de la nada le pareció un sueño hecho carne.

Cruzó la calle despacio, pasó tembloroso junto a la ventana y posó brevemente sus ojos en los de la joven. Y ella levantó la mano y le regaló una sonrisa.

El corazón de Óscar empezó a dar saltos, un saltimbanqui enredado en una liana de ilusiones, en un bosque de silencios o en una maraña de conjeturas. Fue un instante muy breve, casi invisible, pero a Óscar le pareció que en ese momento se abrían las puertas del paraíso. Continuó caminando agarrándose el pecho para que el corazón no saliera desbordado y se perdió por los recovecos de las esquinas sintiendo que una mano invisible había pintado la vida de color azul.

La felicidad le arrasó y Óscar pasó la jornada patinando sobre mil pensamientos encerrados en uno.

Y así cada mañana a partir de aquel día bendito en que detuvo sus ojos en una ventana, porque todas las mañanas pasaba por allí, y todas las mañanas dirigía su mirada hacia aquella imagen de ensueño, y todas las mañanas la niña sonreía y saludaba con su mano blanca recorriendo el aire, y todas las mañanas repetían la misma aventura: una aventura maravillosa. Y él también sonreía haciendo que las dos sonrisas bailaran un vals en el aire. Todo se hacía nubes blancas a su alrededor porque Óscar sentía que estaba en el cielo.

Aquella niña morena con cara de luna radiante y belleza sobrecogedora se adueñó por completo de su corazón, de su cuerpo y de su alma entera.

En la soledad de su dormitorio, el joven Óscar imaginaba fantasías multicolores con su amor de la ventana, su amor para él eterno, como si extendiera un arco iris por su habitación y dedicara las pocas horas que tenía libres a deslizarse por el tobogán de sus ilusiones. Y así, un día tras otro, se le iba la vida en sueños que, en principio consideró irrealizables pero que, pasito a paso, empezaron a tomar forma y a cuajarse lentamente, porque pensó que en principio no se atrevería a entrar en aquella casa majestuosa con la que se tropezaba a diario, pensó que sería incapaz, que le resultaría inaudito, él era muy tímido para tanto atrevimiento, pero poco a poco, el pensamiento se fue abriendo paso por su mente, y arrasando y arrasando, y lo aceptó casi sin reservas, porque sería la única manera de calmar las ansias continuas que le brotaban del corazón y se agarraban a su piel a modo de garfios silenciosos. Eso haría, claro que sí, no le quedaba otra solución, llamaría a la casa, le recibirían los padres, explicaría sus deseos, conocería a su diosa, hablaría con ella, estaría a su lado, le confesaría todo el amor que le inundaba la vida hora tras hora y semana tras semana, no sabía desde cuánto tiempo atrás. Y sus padres lo entenderían. Y él podría ser feliz a su lado, y visitarla por las tardes, al salir de su trabajo, y empezar lentamente a trazar un futuro conjunto, porque no le cabía ninguna duda de que ella le amaría de igual manera que él la adoraba. Si no fuera así, no saludaría todos los días por la ventana, no sonreiría, no le brotaría el amor por los ojos.

Y empezó a preparar un plan de actuación para poder acercarse al motivo de sus ensueños. Todo sería sencillo. Sólo cabía elegir el día y actuar. Y a partir de entonces, su mundo sería un jardín para siempre. Se sentía tan feliz que no podía imaginar nada distinto a lo que suponía la felicidad de ambos.

Decidió actuar el viernes para poder contar con el fin de semana en caso de que sus planes dieran los frutos apetecidos. Los días transcurrieron muy lentos, como caracoles, y por fin llegó el ansiado viernes.

Óscar salió del trabajo a las seis de la tarde, como todos los días, y se encaminó hacia la Alameda de los Jilgueros, donde se encontraba la casa en la que pretendía introducirse. No sabía que diría para que le atendieran, pero estaba seguro de que sabría salir del paso. El amor hacia aquella niña dulce sería el perfecto trampolín para entrar en el infinito. Su corazón saltaba y saltaba mientras se dirigía hacia el edificio de los sueños perdidos. Se había arreglado especialmente, prestando verdadera atención a su atuendo, y se diría que incluso estaba elegante, con olor a colonia de marca y a esperanzas lejanas. Cruzó la calle, se detuvo ante la puerta, llamó y contuvo el aliento.

La mujer que tenía ante sí rondaría la cincuentena. Era rubia, pequeña y delgada, con la elegancia de las damas medievales y el encanto de los ruiseñores tardíos. Le miró, ladeó la cabeza y observó a Óscar con una media sonrisa, a la vez que le preguntaba qué deseaba. Óscar suspiró, se presentó educadamente y, ante todo, pidió disculpas por su intromisión. Debía causar una buena impresión a aquella mujer pues, de lo contrario, cerraría la puerta, ya que al fin y al cabo era un perfecto desconocido, y de inmediato quedarían frustradas todas sus ilusiones. Le explicó, con las mejores palabras que supo escoger, que, ante todo, era una buena persona y no pretendía causar ningún perjuicio a los habitantes de aquella mansión sino todo lo contrario, que era un ser normal, que pasaba todos los días por delante de la casa camino de su trabajo y que… bueno, disculpe señora, explicó, pero… pero… aunque le parezca extraño… me he sentido profundamente atraído por la figura de una niña que veo día tras día detrás de la ventana y son esas, no otras, las razones de mi presencia aquí, y pidió a la dama que no pensase en excusas extrañas o lúgubres, ya que no había nada parecido, sólo deseaba conocer al motivo de sus sueños, que eran sueños muy dulces, y sus palabras brotaban como manantiales de su boca, sintiéndose algo avergonzado, pero tenía que hacerlo, tenía que calmar el resquemor y las ansias que le devoraban por dentro como carcoma. Óscar bajó la cabeza y se mordió los labios cuando se quedó sin palabras a las que asirse. Ya por fin, después de tanto tiempo, se había atrevido. Y mientras tanto, el rostro de la dama se ensombrecía y adquiría una palidez casi mortal, como si un gusano le hubiera absorbido la sangre, y cerró los ojos, y miró al joven con un carro de dolor sobresaliendo de los ojos, y se detuvo en las pupilas de Óscar. Parecía que le hubiera caído encima todo el sufrimiento del mundo. Sin decir una palabra, invitó al joven a entrar con un movimiento del brazo, y le indicó que caminara hasta la ventana donde, de espaldas a él, se encontraba la niña de sus sueños. Y Óscar sintió que su corazón reventaba de gozo. En unos instantes iba a conocer a la que, sin lugar a dudas, amaría durante toda la vida.

Anduvo unos pasos. Llegó hasta la silla donde se encontraba la niña. Se detuvo ante ella. Y ella le miró con los ojos repletos de vacío y sombras. Y levantó la mano saludándole como hacía todos los días cuando él pasaba. Repitió el gesto varias veces. La nada absoluta se coló entre los brazos del joven porque era la nada lo que tenía ante sí, la nada completa en forma de belleza singular. Óscar pidió auxilio con los ojos a la dama y ella le indicó que su hija, sin conocer los motivos porque nadie se los explicó en su día, había nacido así, totalmente privada de razón, cordura y entendimiento, que era como un bebé indefenso y que aquella enfermedad, o lo que fuera, no tenía solución ni la tendría jamás, que había permanecido y permanecería en el estado de letargo en que la veía hasta el fin de sus días, que lo único que poseía era una espectacular belleza y que, si lo deseaba, podría visitarla a diario, o verla, o hablarla, pero que ella no respondería jamás. Porque no podía. Porque no sabía.

Y Óscar quedó allí, petrificado, derrumbado y perdido, con un par de lágrimas al borde de los párpados y el dolor trepando y trepando por su cuerpo, contemplando su sueño destrozado y hecho añicos, mientras la niña de los rizos negros, belleza sobrecogedora, le saludaba una y otra vez con la mano, como una muñeca rota, y le sonreía, le sonreía, le sonreía sin cesar con su cara de ángel bueno.

© Blanca del Cerro

Relato finalista en el VII Certamen Internacional de Relato Corto y Poesía "Caños Dorados" del Ayuntamiento de Fernán Núñez (Córdoba), año 2016

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