A mi hermana
Gema nunca se imaginó que en la primavera de mil novecientos sesenta y nueve, iría pedaleando en una bicicleta rumbo a una granja que no había visto en su vida, y eso que sólo quedaba a cinco kilómetros de su casa. Delante de ella iban seis compañeros de infortunio. En el Antiguo Testamento el siete significa “plenitud”. En Estados Unidos a nivel de deportes se habla de “lucky seven”. Ojalá que el ser siete personas, les proporcione la suerte necesaria.
Eran las cinco y media de la mañana y tenían que presentarse en la granja a las seis. Según las instrucciones recibidas tenían que preguntar por el Administrador y entregarle los papeles con sus respectivos sellos. No tenían ni idea de lo que les iban a mandar hacer. Ellos pedaleaban y pedaleaban, sólo se oía, confundiéndose entre sí, el canto de las cigarras y el chirrido de las cadenas medio oxidadas de las bicicletas.
En Cuba, país tropical, para vislumbrar la salida del sol hay que estar muy atento y Gema no la pudo contemplar. Lloraba. Menos mal que en la fila india le había tocado ser la última y nadie se percató de sus lágrimas. Ella y sus compañeros se convertirían en emigrantes. Tendrían que adaptarse a nuevas costumbres, a nuevas ciudades, a nuevos idiomas, a nuevos amigos, a una nueva vida. Pero de momento se enfrentaban a una granja avícola.
Por fin llegaron. Era un descampado en las afueras del pueblo, casi sin árboles que interrumpieran la vista, salvo tres palmeras reales. La granja de unos dos kilómetros cuadrados estaba toda vallada. Cerca de la puerta, dejaron las bicicletas y entraron en la oficina, un habitáculo cuadrado con una mesa rectangular pequeña, una silla con asiento de anea, un armario de baldas donde se amontonaban “los papeles atados con una cuerda”, algunos llaman legajos a esos rimeros y un pequeño archivador donde estaban por orden alfabético los expedientes de todos los trabajadores. Uno a uno fue entregando sus papeles al Administrador. Éste dijo llamarse Pío. Se miraron entre ellos. Pío alto, moreno, muy delgado, viste traje de miliciano con una pistola a la cintura donde descansan sus manos. Les dio la bienvenida recalcando que, su informe respecto al proceder en la granja de cada uno, sería decisivo para que el Gobierno les permitiera la salida del País. La charla duró una hora aproximadamente.
Demostraron tanta atención, tan circunspectas eran sus caras, tan cohibidos, tan callados todos, que se podría decir sin faltar a la verdad que cada uno se sentía como gallina en corral ajeno. Por lo tanto, se iban adaptando al medio.
Frente a la oficina se encontraba el comedor con seis mesas alargadas y taburetes a ambos lados. La entrada daba acceso a una barra donde se almacenaban las bandejas divididas para cuatro porciones, los cubiertos y los vasos. Al final una chica servía el condumio y la bebida. Detrás la cocina. A continuación veinte naves, diez en el lateral de la oficina y diez en el lateral del comedor, cada una atendida por un trabajador. Por último el crematorio a una distancia prudencial. A estos cuatro hombres y tres mujeres les cupo la suerte, no se sabe si buena o mala, de pertenecer al primer grupo de castigados que llegaban a ésta granja. Aún no se habían creado las normas de conducta.
De momento los empleados habituales se encargarían de enseñar a sus nuevos compañeros las tareas a realizar. Elena, una chica muy joven, muy linda, tan negra que su piel brillaba al sol, va a enseñar a Gema. Juntas codo con codo llaman la atención. En una prueba fotográfica una sería el positivo y la otra el negativo, ya que Gema es rubia de ojos verdes y tan blanca de piel que las venas se le clarean. Congeniaron de inmediato. Entraron en la parte central de la nave en un espacio de cemento que servía de almacén. Se sentaron cómodamente sobre los sacos de pienso porque según Elena no había que “coger lucha” con el trabajo. A ambos lados del almacén estaban los pollos, nada menos que diez mil.
-Los pollos de granja son tontos -comenzó Elena. Siempre tienen que tener claridad. Por el día la luz del sol y por la noche la luz eléctrica. Si por la noche hay un apagón, cosa bastante frecuente, los pollos se amontonan unos sobre otros, ahogando a los que quedan debajo.
-¿Dónde se les entierra? -preguntó Gema.
-Nada de enterramientos -contestó Elena. Los que se ahogan hay que desollarlos y se llevan al comedor de la granja para que el cocinero los aproveche. Los que mueren por enfermedad hay que llevarlos al crematorio. Mirando a ambos lados para que nadie la escuchara le dijo al oído:
-Te aseguro que acabarás aborreciéndoles.
-Nunca he desollado un pollo -comentó Gema.
-Es fácil cuando se aprende. Es una tarea que se puede clasificar como un arte. Te daré una lección de anatomía -dijo Elena.
Entró en una de las naves y salió con un pollo muerto. Mostró a Gema la membrana que existe entre el muslo y el cuerpo de estas aves. Se puso el pollo sobre las piernas y tomando la mano de Gema separó el pulgar y el índice y le dijo:
-Ves, es idéntica al pollo.
En un abrir y cerrar de ojos con una navaja que sacó de no se sabe dónde le dio un corte en las membranas al pollo, le quitó la piel como si de un traje se tratara y con un corte limpio en el cuello, le entregó a Gema el pollo sin plumas, sin piel y sin cabeza, diciéndole:
-Ahora quítale las vísceras.
-¿Cómo? -era Gema asustada.
-¡Qué cursi eres!
Y moviendo la cabeza con paciencia Elena dio un corte en el “fondillo” del pollo dejándolo vacío. Tras dejar al pollo totalmente hueco y desnudo señaló los cuarenta bebederos y los comederos, instruyéndola a grandes rasgos en el manejo de la nave. Elena se marchó para comenzar su tarea. Serían vecinas porque su nave estaba en el mismo lateral a la izquierda de la de Gema. Muy en su papel de profesora Elena se ofreció para lo que necesitara.
Al quedarse sola, Gema suspiró mientras miraba los pollos a través de la alambrada. Se preguntó ¿qué hacía allí? Sus padres, españoles, habían emigrado a Cuba hacía cincuenta años. Unos seis meses antes habían decidido enviarla a España. Escribieron a un hermano de su padre y enviaron la carta a través de un amigo que viajaba a España. Éste contestó mediante un telegrama con estas palabras:
-Buena decisión.
Días después se recibió una carta con la noticia de que los dólares necesarios para poder pagar los pasajes ya estaban en camino. Era obligatorio comprar billetes de ida y vuelta aunque solo se utilizara un trayecto. Al poco tiempo el Banco Nacional de Cuba les notificó la llegada del dinero. Gema acompañada de su padre presentó todos los papeles en el Ministerio del Interior y ahora se encuentra mirando a esos pollos que son el vehículo elegido por el Gobierno para que ella cumpla el castigo impuesto.
El suelo de la nave estaba cubierto por un lecho de cal y sobre ésta una capa de paja de arroz. Los pollos tenían un tamaño medio porque llevaban allí unos veinte días y según su instructora, el ciclo era de cuarenta y cinco días. Volvió a suspirar y entró por primera vez en su vida en un mundo de pollos. Éstos le dieron la bienvenida con tal ímpetu que casi la tumban.
-Calma, calma.
Los pollos ni caso.
Fue abriendo y cerrando los grifos de los bebederos. Esta tarea tan mecánica hizo que su pensamiento volara. Sentía una tristeza inmensa. Se sentía fuera de lugar. A sus dieciocho años recién cumplidos lo que le gustaba era bailar con Gustavo y éste no podía salir del país, estaba en edad de hacer el Servicio Militar. Era un chico rubio, simpático, de veinte años, con unos ojos azules que quitaban el hipo, bailaba de maravilla, como un trompo. Cada vez que venía a verla, Gema perdía hasta el apetito.
Cuando Gustavo se enteró que se iba del país rompió la relación. Hay chicos que son muy drásticos. Gema sentía que esa etapa de su vida había finalizado. Y ello le dolía. Cuando llegó al final de la nave tuvo que volver a empezar porque los primeros bebederos ya estaban vacíos, hizo el recorrido tres veces hasta que por fin dejaron de tener sed aquellos dichosos animales.
Los sacos de pienso estaban recostados en unas vigas en mitad de la nave. En su ingenuidad creyó que ella podía levantar un saco. Al comprobar que no tenía fuerzas fue en busca de una cubeta con una pala que había visto en el almacén. Regresó a la nave. Rompió el primer saco pero lo hizo con tal brío que se rasgó y la mitad del pienso cayó en el suelo. Los pollos que ya se habían saciado de agua la atacaron. Se formó la guerra porque los pollos le daban picotazos en las piernas y ella se defendía del ataque con patadas que les hacían volar por los aires.
-¡Malditos pollos!
Calzaba deportivas. El Administrador en su discurso de bienvenida les dijo que en quince días tendrían unas botas de agua. En un segundo aquéllas deportivas blancas se volvieron marrones.
Al final de la batalla mientras unos pollos devoraban en el suelo el pienso del primer saco, otros seguían bebiendo el agua de los bebederos y la polvareda levantada por el enfrentamiento se posaba con suavidad sobre la paja de arroz, Gema logró abrir el segundo saco de pienso y con la pala llenó la cubeta. Yendo hacia el primer comedero unos veinte pollos se le subieron a la cubeta y no pudo con ella. Se sentó en el suelo. ¡Qué hacer! Los pollos unidos tenían más fuerza que ella. Y tomó una decisión. Abrió todos los sacos, el pienso cayó por el suelo y ese día los pollos de esa nave conocieron lo que era un banquete en un autoservicio. Mientras comían volvió abrir los grifos para llenar los bebederos. Por fin los pollos dejaron de ser unos bichos agresivos y quedaron con esa tranquilidad que da el comer y el beber bien.
Al final de la mañana con los bebederos limpios y llenos de agua, los comederos con una capa de pienso, los pollos saciados, los sacos recogidos, barrido el almacén, los pollos muertos metidos en un saco dispuestos para ser llevados al crematorio y sobre el suelo de paja ni rastro de pienso, se presentaron en el almacén, Pío, el administrador y un chico joven vestido de paisano llamado Pedro Pablo que era el técnico de la granja. R evisaron toda la nave muy despacio haciendo diversos comentarios sobre esa partida de pollos. Gema va detrás de ellos. Pío sin dirigirle la palabra le señala un pollo muerto y ella lo recoge. Los dos, técnico y administrador, van dando pataditas a la paja de arroz pero los pollos han hecho un buen trabajo, no hay pienso ni siquiera alrededor de las vigas donde estaban los sacos.
-¡Bien por los pollos!-, piensa Gema. Y se sintió avergonzada por haberles pateado con tanta fuerza y rencor. A fin de cuentas los pollos no tenían la culpa de que sus padres la enviaran a España ni de que el Gobierno la castigase por ello.
Pío comenta que para ser su primer día de trabajo, no lo ha hecho mal. Sonrisas en los tres rostros. Y de pronto dice Pío, el administrador, no un pollo:
-¿Ve ese de la esquina? Tiene moquillo. Mátele.
Gema no ha matado ni una hormiga en su vida. ¿Cómo se mata un pollo? A ella le gustan los animales. Una cosa es dar una patada a un pollo y otra matarle. ¿Por qué tiene que matarle? Si solo tiene moquillo que se muera de una forma natural. No logra articular palabra. Mira al administrador, mira al técnico y mira al pollo. Pío impasible. Pedro Pablo mira a Gema y le hace seña, por detrás de Pío, para que coja al pollo. Respira profundamente. Intenta agarrar al pollo. Coge uno que está sano. Coge otro, por fin, tiene al pollo con moquillo entre sus brazos. Pedro Pablo le dice:
-Agárralo por las dos patas y da un golpe fuerte en su cabeza contra esa viga.
Tras un minuto de tensión se oyen cuatro golpes seguidos. Gema mira de reojo al pollo para comprobar si ha muerto pero éste la mira de frente y pía.
Pedro Pablo dice: -Más fuerte.
A Gema le costó dar muerte al pobre pollo unos quince golpes, los cuales repercutieron uno a uno en su cabeza, hasta que el animal expiró. Tras la ejecución se marcharon el administrador y el técnico. Abrazando al pollo Gema se dejó caer al suelo y lloró por segunda vez en esa mañana. Lloraba por todo, por haber matado al pollo, por sus amores truncados, por el futuro incierto que se le avecinaba. Lloraba por tener que enfrentarse a la vida sin el apoyo de sus padres que se quedaban en Cuba hasta que ella se labrara un porvenir y pudiera reclamarlos. Lloraba por no saber cuanto tiempo tendría que durar esa separación. Lloraba por tener que dejar su pueblo, sus amigos y sus libros. Elena que estaba espiando desde su nave, comprobó que los jefes regresaban a la oficina dando por terminada la inspección y sin hacer ningún comentario quitó al muerto de entre los brazos de Gema enredando sus manos negras en aquel pelo tan rubio moviendo los dedos como si fuera un teclado. En un santiamén toda la granja se enteró de los malos tratos sufridos por el indefenso pollo y del llanto de su verdugo. Elena reunió a los siete novatos y les dio una lección magistral sobre cómo matar un ave sin que se entere, de un único y certero golpe.
Con la lección aprendida se colgaron al hombro los sacos con los pollos muertos y en procesión se fueron hasta el crematorio. Allí los convirtieron en cenizas. El olor era asfixiante. Ese primer día con tantas novedades se quedaron sin comer y casi no les alcanzó el tiempo para hacer todos los deberes. A la hora de salida, los siete volvieron a subir a sus bicicletas, al principio con sus pensamientos a cuestas, pero más tarde comentando las incidencias de cada cual se les hizo corto el trayecto de regreso.
Al llegar a casa, sus padres preguntaron qué había ocurrido con el pollo. Hasta el pueblo había llegado la noticia y sus amigas la estaban esperando para darle su apoyo porque al fin y al cabo ella, la ejecutora del asesinato, sólo cumplía órdenes.
A la semana comenzaron a introducirse las normas. A los que se iban del país no se les catalogó como habituales sino como apátridas. A los habituales se les prohibió conversar con los apátridas cosa que, como es lógico, no se tuvo en cuenta. La primera vez que los siete oyeron que les llamaban así mantuvieron el tipo. Al quedarse solos cada uno expresó su ira y su impotencia de forma diferente. Carlos, uno de ellos, hizo ver a sus compañeros que una cosa era ser llamado apátrida y otra sentirse como tal. Con el tiempo la palabra hablada cayó en desuso quedando sólo la escrita.
Al principio decidieron ir a comer a sus casas durante las dos horas del almuerzo, a los pocos días el cansancio les impedía pedalear, y tomaron una decisión más realista. Se quedarían en el comedor de la granja. Al mes fueron aún más realistas y decidieron traer de sus casas la tartera con la comida. Y comían todos juntos cada día en una nave diferente para hacer vida social. Los manteles eran los sacos vacíos de pienso puestos sobre un banco de madera en el almacén de cada nave, donde colocaban lo que cada uno traía consigo e intercambiaban platos porque no siempre apetece lo propio.
Los trabajadores tanto habituales como apátridas, crearon un código para avisarse cuando hubiera moros en la costa. Compartieron risas, comida, trabajo, chismes. Cuando avistaban a Pío y a la gente de su confianza cada uno ocupaba su lugar manteniendo las distancias impuestas. No se dirigían la palabra, no se miraban, solo las manos a la espalda mantenían un lenguaje singular. La risa les traicionaba en muchas ocasiones.
La vida en la granja se fue tornando rutinaria. Gema todos los días sacaba las ranas que aparecían en los bidones de agua que había a cada lado de las naves. Casi todas las mujeres, tanto apátridas como habituales, sentían pánico de las ranas, algún hombre también pero lo disimulaba. A Gema le daban asco, sobre todo al sentir su frialdad en la palma de la mano, pero no le importaba sacarlas del agua y tirarlas a la maleza. Los reptiles, en cambio, era cosa de hombres.
Un día llegaron los camiones para llevarse a los pollos. Elena vino corriendo a la nave de Gema:
-Intenta formar parte del primer grupo.
No pudo elegir. Pío, el administrador, formó los grupos y a ella le correspondió el tercero. Elena cuando se enteró le dijo:
-Te acompaño en el sentimiento.
- No será para tanto -pensó Gema.
Se hicieron cuatro grupos. El primer grupo debía cercar los pollos con unas mantas dentro de un cuadrilátero. El segundo grupo tomaba por una pata a cinco pollos en cada mano. El tercer grupo recogía los dos manojos de cinco pollo y los llevaban al camión. El cuarto grupo subido al camión los introducían en las jaulas.
En un primer momento, para Gema, el gesto de alzar los brazos para entregar los diez pollos a los del camión fue un trabajo como otro cualquiera. Al cabo de una hora tuvo plena conciencia de lo que pudo ser la esclavitud, de lo que cansan los trabajos forzados. Luego se le adormecieron los brazos y poco a poco el pensamiento. Cuando las veinte naves quedaron vacías todos, en general, parecían una cuadrilla de derrotados.
Al día siguiente las órdenes fueron de zafarrancho de limpieza en las naves. Había que quitar la paja sucia de los suelos, barrer las naves, encalar paredes, echar cal nueva, poner nuevamente paja de arroz, limpiar los toldos. Se formaron equipos de cuatro personas para cada nave, dos de ellas con palas recogían la paja sucia y la echaban en unas mantas sostenidas por otras dos que las llevaban a unos contenedores. Gema formó pareja con Prisco, un apátrida viudo de sesenta años, muy vital, puro nervio y hablador. Luchó en la Sierra del Escambray a favor de la Revolución. Sus ideales cambiaron y tuvo que volver a luchar esta vez en una granja para alejarse de quien estuvo tan cerca. Mientras van y vienen le explica a Gema cómo cruzar un puente en tiempos de guerra. Está obsesionado. Es tan rápido que en su entusiasmo una de las veces no sólo tiró la paja al contenedor sino a Gema también. Con la misma rapidez con que la tiró, la agarró por las piernas y la sacó de aquel estercolero. Apestaba. Ella no le dijo nada por respeto. Efraín, otro apátrida, miró a Prisco, movió la cabeza, tomó una manguera de agua y le dio a Gema tal baño que le quitó en un momento toda la suciedad pero claro no pudo evitar que quedase como un pollo mojado. A la hora de encalar las naves, le tocó trabajar con Óscar, éste se pasaba el día cantando por lo que no resultó nada extraño a los demás que comenzara a llover, a tronar y a relampaguear con gran fuerza. Mientras recogían los bártulos para meterlos en el almacén, a Gema le pasó rozando una gran bola de fuego que bajaba por el pararrayos a morir en tierra. El susto fue tan grande que hasta Óscar enmudeció.
Gema se puso a pensar que no siempre hay que hacer todo lo que a uno le manden y decidió tener un ataque de asma cuando el administrador pasara por su lado. Nadie debía enterarse de la superchería que estaba tramando. Sabía que estaba poniendo en juego su salida del país, pero en la vida hay que aprender a correr riesgos. Si no es posible el enfrentamiento hay que ir por laterales buscando un resquicio por donde colarse. Su abuela materna padecía de asma y ella conocía todos los medicamentos e imitaba muy bien la falta de aire y el ruido del ahogo. Hizo acopio de todo lo que tomaba su abuela y se dedicó hacer tan buen teatro que hasta sus compañeros creyeron que era cierto su padecimiento. Un día en que vio venir al administrador le dio uno de los peores ataques de asma de su vida. Éste le preguntó qué tomaba y ella sacó su botiquín dando una explicación exhaustiva. Resultó que Pío también era asmático y tomaba las mismas prescripciones. No comentó nada al respecto, pero a los pocos días llamaron para informarle, que pasaba a formar parte del equipo de vacunación mientras durasen los trabajos de limpieza.
Se sintió feliz. No hay nada que le guste más que cambiar de ambiente. Cada día van a granjas diferentes, unas veces en jeep, otras en camiones, otras en tractores y cuando queda cerca, va a pie o en bicicleta. De vez en cuando le dan esos horribles ataques de asma en los momentos más oportunos librándose de los trabajos más penosos. Conoció todas las granjas de los alrededores, tanto de ceba como de ponedoras. Contaba a todo el que quisiera oírla cómo le había facilitado la puesta de un huevo a una de las gallinas. Ella no sabía que los huevos al salir eran blandos y que es el aire el que los endurece, formando la cáscara. Su ignorancia y el haber ayudado a una gallina a poner un huevo le valieron una fama de “partera” que la precedía en todas las granjas a las que llegaba.
Una mañana yendo hacia una de las granjas tuvieron un pequeño accidente. Una habitual se cayó de un tractor y se partió una pierna. Fue una suerte. No para la que tuvieron que escayolar sino para Alicia, otra de las apátridas, porque la sacaron del equipo de limpieza y la enviaron a ocupar el puesto de la accidentada. Ya eran dos las apátridas vacunando pollos. Alicia, gracias a un certificado médico que había conseguido, tampoco podía hacer ciertos trabajos. Era de complexión fuerte y saludable pero según ese certificado padecía una infección tan rara en el riñón que la incapacitaba para realizar tareas que requiriesen fuerza física. Las preguntas indiscretas estaban fuera de lugar en un mundo de supervivientes.
Hasta que un día las llamaron de la granja matriz para que se hicieran cargo de otros diez mil pollitos acabados de salir de la incubadora. Y volvió a comenzar el ciclo de estas aves. Habían pasado tres meses de aquélla primera llegada a una nave avícola. Todo era diferente. Hasta los pollitos se dieron cuenta que Gema era una experta y la respetaron.
Un día que llovía a mares por ser la época de tormentas tropicales, el grupo de apátridas decidió hacer huelga de brazos caídos, hasta que llegasen aquellas botas que les ofrecieron en quince días y que llevaban casi seis meses sin recibir. Sus calzados dejaban mucho que desear. Por la mañana los siete apátridas en bloque se presentaron a comunicar al administrador, que no podían trabajar sin las botas. Pío no contestó y ellos se sentaron en el suelo a la entrada del comedor. Todos sentían miedo. No sabían lo que podría pasar pero como la alternativa era una pulmonía no les quedó más remedio que ser valientes o al menos aparentarlo. Estuvieron como media hora callados, mirándose unos a otros, pero tanto silencio llegó a aburrirles y cada uno comenzó a contar su historia, el por qué y cómo se iban del país, eso sí, en voz baja. Carlos y Alicia llevaban casados cinco años y por los arrumacos, seguían en su luna de miel. No tenían hijos, por eso fueron castigados los dos. Dicho así parece que fueron castigados por no tener hijos, pero no. Saldrían por el puente aéreo La Habana-Miami. Su mayor problema era un conflicto familiar. Los padres de Alicia, revolucionarios, no podían ver ni en pintura a Carlos, por ser el culpable de que su hija se marchara del país. Por otro lado Alicia no soportaba a sus suegros cuando vivían en Cuba y claro en un primer momento tendrían que ir a vivir con ellos en Miami. Carlos le rogaba que el día de mañana tuviera la misma paciencia con los suyos como la que él tenía ahora con los de ella. Alicia elevaba los ojos al cielo. A Vicente, le han castigado junto a Sandra, su única hija. Siempre tiene la sonrisa en los labios y nunca deja de echar una mano a quien lo necesite. Sandra tiene veinte años, con la tez clara, los ojos y el pelo negro. Una belleza cubana. El primer día llegó con su cara maquillada. Todo le daba asco. Más tarde no le quedó más remedio que espabilar, y aquellas uñas largas, pulidas y pintadas del primer día cambiaron de apariencia. La granja consiguió que dejara de lado los melindres y el maquillaje. Su padre le decía que al natural resultaba mucho más bonita. Saldrían por México, un sobrino les consiguió el visado y los pasajes. A su mujer no la castigaron y de vez en cuando hacía dulce de coco para que todos comieran un mismo postre. Serán unos “espaldas mojadas”. Óscar, el cantante, es soltero. No entra en la conversación. Canta que es lo suyo. Le mandan a callar pero no atiende a razones. Los demás se han enterado por trasmano que tiene novia, y que le ha prometido sacarla del país en cuanto él viaje de La Habana a Madrid y de Madrid a Miami, pague la deuda con el primo que le ha enviado el dinero, tenga trabajo seguro y haya comprado una casa. Unos diez años aproximadamente de espera. ¡Pobre novia! Si fuera capaz de escuchar, dejara de cantar y de paso dejara de mirar a Sandra con ojos amorosos, sus compañeros podrían aconsejarle que termine el noviazgo antes de salir del país. Así le haría un favor a ella porque los años no pasan en balde y aunque los cuernos en la distancia no se notan, duelen. Efraín no pudo contar su historia porque cuando se disponía hacerlo llegó el camión de suministros. Pío les llamó a su despacho y entregó las botas diciendo que en el expediente quedaría reflejada esa inaceptable conducta subversiva. Todos con cara sumisa guardaron oportuno silencio. Aquel día con sus botas relucientes regresaron a sus naves. Las botas, las llamadas “katiuskas”, eran de color marrón, altas, sin tacón, con suela gruesa, las típicas botas de agua, prácticas y poco favorecedoras. Este calzado, aparte de ser un artilugio muy necesario para el agua, sirvió para diferentes usos. Trabajar con ellas, aprender a caminar con ellas, chapotear con ellas, comer gracias a ellas.
El mercado negro apareció en Cuba de forma paralela con la cartilla de racionamiento. Todo el mundo sabe, que en tiempos de crisis, en las capitales siempre es más notoria la escasez de los alimentos que en los pueblos. Unos primos de Gema que vivían en La Habana se dejaban caer por el pueblo una vez al mes. Y no siempre había productos para llevar. Gema pensó que no sería mala idea matar de vez en cuando dos pollos sanos, desollarlos e introducirlos en sus botas. Un poco molesto cuando se va en bicicleta, pero al fin y al cabo era en aras de la solidaridad. Desde que comenzó a poner en práctica su genial idea, todos los miembros de su familia, todos sus vecinos, todos sus amigos, comen pollo. La demanda hizo que la oferta se incrementara, así que en vez de llevar los pollos de vez en cuando, comenzó a transportarlos un día sí y otro también. Ella siente remordimientos, sobretodo, cuando les visita el sacerdote del pueblo que cena en su casa una vez a la semana y el menú es siempre, pollo. Al final le confiesa lo que hace. El sacerdote, un hombre inteligente y de buen comer, le da la absolución. Lo único que cada vez que se sienta a su mesa los domingos por la noche mira a ésta, y le guiña un ojo.
Las maravillosas botas aprendieron a transportar pollos vivos, pollos muertos, huevos, pienso. En el patio de su casa, su padre que era de la opinión que el riesgo es algo intrínseco al quehacer de cada día, habilitó un espacio en el lugar más apartado, para crear una especie de granja en miniatura. Las aves fueron ocupando su lugar en su nueva residencia, a las ponedoras se las separó por medio de una empalizada y vivían allí con el gallo. Más que un gallinero era un harén. Las de ceba y los que no llegaban a gallo eran para el consumo. El gallo resultó un trabajador nato y hubo huevos para repartir, consumir e incubar. Las gallinas cluecas no daban abasto.
Aquellos amigos que por una razón u otra tenían un excedente de café, tabaco, arroz, frijoles negros, leche condensada, leche de vaca, lo canjeaban por pollos o huevos. Todo ello con la mayor discreción ya que no era conveniente para ninguna de las partes que se enterase el Comité de Defensa del barrio, al menos de forma oficial.
Se guardaban las apariencias aunque de vez en cuando hasta la familia de los revolucionarios comían pollo y es que el hambre hace extraños compañeros de mesa. Un vecino muy mañoso, de los que degustaban pollo, puso todo su empeño en construir una incubadora con el termostato de una plancha y lo logró. Colocó una docena de huevos que era lo que cabía en dicho artefacto y a esperar. El día programado para que los pollitos rompieran los huevos se reunieron los amigos junto con el inventor y los resultados fueron asombrosos. Poco a poco fueron asomando doce cabecitas amarillas y veinticuatro ojos que miraban con asombro a la concurrencia. Un gran aplauso les sobresaltó pero todos crecieron sanos y fueron comidos a su debido tiempo.
A Gema le llegó la hora de partir. La experiencia avícola duró veintidós meses, dieciséis días y cuatro horas.
© Marieta Alonso Más
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