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miércoles, 26 de septiembre de 2012

Marme: En apuros


No era la primera vez que estaba en apuros. Hacía dos años, se había caído por la escalera y se rompió la nariz, pero en aquella ocasión no se sintió asustado porque podía moverse. Después del golpe, se levantó un poco mareado y pudo pedir auxilio.
Ahora, sin embargo, se miraba la pierna magullada que le impedía ponerse en pie y veía como sangraba la herida a pesar del torniquete improvisado que él mismo se había hecho. Se había roto la pierna, eso seguro. A través de la piel se dejaba entrever una punta del hueso astillado. Desde luego no tenía buen aspecto. Estaba adquiriendo un matiz azulado poco prometedor.
El dolor no le dejaba pensar con claridad. Llevaba tres horas en aquel agujero y podrían pasar muchas más hasta que alguien viniera en su ayuda. Este inútil pozo cavado en el jardín no le había traído más que problemas. No entendía a los anteriores dueños, ¿para qué valía un pozo sin agua? Y ahora, sentado en el fondo, con la pierna rota y terriblemente triste, se lamentaba de haber comprado una casa con un absurdo hoyo en el jardín; de no haber cegado el pozo en cuanto se mudó; de no haberse casado con Sonia y así no estaría tan solo; de no haber ido hoy a trabajar como todos los días y de otros mil remordimientos que cruzaban su mente, a la velocidad de la luz, mientras él seguía a oscuras y herido.
Nadie sabía que estaba allí y no le buscarían en mucho tiempo. Tenía pocos amigos, algún conocido y ninguna familia. Era el precio de la independencia. De pronto, se sintió desamparado como el último hombre en la tierra.
Había gritado hasta que le dolió la garganta.  Había intentado salir escalando con las manos pero fue imposible. Vencido y desesperado veía en su mente una lenta agonía y una muerte segura en plena juventud. Temblando de miedo, se había orinado encima y el desagradable olor se mezclaba con el calor del pozo haciéndole sentir pegajoso y miserable. Lloró de desesperación y angustia.
En la lejanía, sonaron unos finos ladridos que llegaron a sus oídos como música celestial. Cortó el llanto y agudizó el oído. Se acercaban cada vez más. Eran penetrantes y chillones como de un animal pequeño.
Gritó con todas sus fuerzas deseando que tuviera a su amo cerca y, al cabo de unos minutos, apareció un hocico oliendo las ramitas de la entrada del pozo.
-“Aquí, aquí”, gritó.  -“Rápido. Encuentra a tu amo”.
Una bolita blanca y peluda, parecida a un caniche, se asomó por la boca del agujero.
Una leve esperanza resurgía en su ánimo, cuando, de repente, el perrito cogió carrerilla y se lanzó por la entrada del pozo cayendo directamente sobre sus brazos.
-“Pero, no, tonto, ¿qué has hecho?- le decía mientras intentaba escapar de sus lametones.
Después de la rabia inicial, se fue dando cuenta que su nueva situación era mucho mejor. Por un lado, tenía compañía, y por otro, ahora sí habría alguien buscando. Su amo estaría cerca. Eso le daba a él también una nueva oportunidad de ser encontrado.
A lo lejos, se oyó la voz de una mujer chillando:
- Salvador ¿dónde estás?
 El perrito movió la cola y ladró de alegría.
-“Un nombre bien elegido”-, pensó mirándole con cariño.

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En apuros por Marme


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