Escribir
para Alberto es como sacar a la luz lo que mantiene en la sombra. Es tan apocado,
temeroso que dice con los ojos lo que no se atreve con los labios. Nadie
entiende sus silencios. Su mujer, Ana, tuvo que tomar la iniciativa para que su
relación no se hiciera interminable. Un buen día encontraron el método perfecto
para comunicarse: la palabra escrita.
Con
una hoja en blanco y un lápiz cada día más pequeño escribe y escribe… Sus
relatos han conseguido que su matrimonio mejore día a día. Los leen juntos en
la cama, acurrucados. Estas lecturas para su mujer han sido todo un hallazgo,
ya que hablan de diversos temas, reflejando su vida en común.
En
uno sobre el arte culinario Ana se enteró que él detestaba la paella y en su
casa, todos los domingos del año era plato fijo. A ella tampoco le gusta el
arroz, y si la hacía era porque su suegra le había dicho que era el plato
preferido de su hijo.
En
otro se enteró que su voz era lo que le había cautivado, con el paso de los
años seguía conservando esos tonos sensuales que aún le hacían vibrar. Y ella
se reía pensando la de horas perdidas sentada frente al espejo con el peine en
ristre y maquillándose, cuando con hablar lo tenía todo resuelto. Le contagió
su risa y el vecino golpeó varias veces la pared.
Los
fines de semana, con premeditación y alevosía, Ana elige el cuento que quiere
escuchar. Nunca pensó que Alberto fuera tan sensible en sus frases cuando con
los gestos era tan brusco. Y aunque sigue siendo de pocas palabras, ya no se lo
tiene en cuenta, pues desde que se dedica a escribir hace un mejor uso de sus ojos,
sus manos, y sus labios.
© Marieta Alonso Más
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