Alberto y Luís se conocieron en el Instituto. Con trece
años comenzaron a ver la vida desde una nueva dimensión. Juntos escapaban de
las clases y se sentaban a soñar con un futuro lleno de promesas relativas a
brillantes realidades aun sin definir. En sus conversaciones menudeaban tacos
cuya única función, al parecer, era dotarlas de un tono más viril. Juntos
lamentaban los suspensos y “ponían a caldo” a la mayoría de sus profesores.
Pero insensiblemente en sus discursos comenzaban a aparecer citas de filósofos
que el día anterior habían escuchado a esos mismos profesores a quienes “ponían
a parir”. Fue un año interesante durante el cual comenzó a modificarse su
visión del mundo. Se creían mayores al verse súbitamente interesados en nuevas
situaciones cada vez más distantes de los juegos infantiles. Las chicas
aún no centraban plenamente su interés.
A los dieciséis años había ya menos citas conceptuales en
sus charlas pero, con creciente ansiedad, se hacían comentarios acerca de unos
labios o del color de algunos ojos. La testosterona acusaba su presencia no
solo en el tono más grave de sus voces, sino asimismo en la temática de las
discusiones. Así se despidieron de la infancia. Se despidieron de la infancia y del
contacto cotidiano. Alberto entró en la universidad al cumplir los dieciocho
años. Luís marchó al extranjero sin una idea clara de lo que iba a hacer lejos
de casa. Era amante de lo desconocido. Ambicionaba verlo todo, conocerlo todo y
experimentarlo todo. Sus padres no opusieron resistencia. Recursos no faltaban
y quizás jugaron un cierto rol en el origen de las aficiones de aquel hijo
dadas las frecuentes referencias que en el medio familiar se hacían relativas a
la amplitud del mundo allende las fronteras. Sembraron la semilla de forma
inopinada. Así, marchó Luís a una prestigiosa universidad extranjera, para lo
cual nadie estaba convencido acerca de sus posibilidades relativas a un posible
éxito académico.
Los tiempos se tornaron agridulces. Ambos amigos dejaron de
cartearse, inmersos como estaban en las muy diversas vicisitudes de sus propias
vidas. Puede decirse que recíprocamente se olvidaron. En sus respectivas mentes
se desdibujaron los rasgos de la otra fisonomía. La separación fue entonces
absoluta. De todas formas, con el decursar del tiempo esos rasgos, madurando,
dieron lugar a nuevas expresiones que ya no se correspondían con cuanto la
memoria hubiera podido conservar. Luis nunca regresó a su hogar original. Luego
de alternativas etapas de dedicación y abandono terminó estudios que tras
serios, largos y denodados esfuerzos le abrieron las puertas del mundo
empresarial. Tenía entonces más de cincuenta años, mujer y un par de hijas. Su
ascenso y estabilidad no habían sido fáciles; pero durante aquel tiempo,
madurando, transformó su personalidad. Su presente no era identificable en modo
alguno con cuanto había sido racionalmente previsible.
En cuanto a Alberto, todo había marchado de la forma en que
podía esperarse. Obtuvo su licenciatura en cinco cursos algo irregulares y a
los veinticinco años, no sin gran esfuerzo, abría consulta de odontología. Se
sentía satisfecho de sí mismo y con razón. Los tiempos, que para Luis se habían
vuelto agrios, para él parecieron dulcificarse. Se dejó convencer y se unió a
los vencedores. Muy pronto vivió la euforia de un efímero esplendor que cinco
años mas tarde comenzó su larga, interminable decadencia.
Bajo las nuevas condiciones su trabajo dejó de ser
gratificante y comenzó a pensar si el esfuerzo realizado le había conducido a
materializar sus ilusiones. Como Luís, tenía mujer y un par de hijas para
quienes el futuro que se adivinaba no le convencía. No había marcha atrás y el
presente se ensombrecía cada día un poco más.
He aquí el desarrollo vital de dos varones nacidos en un
mismo año, en la misma ciudad y entornos semejantes. Al presente su
distanciamiento es irreversible. Su nula relación no les permite conocer
detalle alguno de su antaño inseparable compañero de jaranas y tontunas. Nunca
volverán a compartir una merienda, ni a repetir los mismos chistes que tantas
risas reiteraban en sus bocas. Sus vidas serán para siempre divergentes. No
queda tiempo ya para el re-encuentro ni para corregir errores. No puede ya
enderezarse lo torcido. El tiempo ha relativizado éxito y fracaso. Luis,
sentado junto al puerto, bañado el rostro por la dulce claridad de un sol de
otoño, medita mientras ve competir por un mendrugo a cuervos y gaviotas. Muy
lejos, a una distancia casi sideral, Alberto contempla como palomas y gorriones
picotean la tierra de un parque abandonado en busca de sustento.
© Ramón L. Fernández y Suárez
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