Si “cada amor que termina es un
cementerio de abrazos”, pensó Orfeo cuando iniciaba la catábasis, desciendo gustoso como nunca antes lo había estado en
busca del alma de mi Eurídice. Voy con ilusión a residir entre las sombras
tormentosas ya que allí permaneceré junto a mi amada si se nos niega el regreso
al mundo de los vivos.
Según nos cuenta la leyenda, el
hijo de Calíope subyugó con la inigualable dulzura de su canto a las amenazadoras
sombras de las criaturas infernales, cautivó la sensibilidad de los guardianes
e hizo claudicar a los dioses rectores
de las leyes del erebo. Su tenaz y fanático descenso en soledad al inframundo
es comparable al ejercicio solitario de todo humano que, esgrimiendo la pluma,
profundiza voluntariamente en los más recónditos rincones de su mente para
hallar allí el objeto ilusionante de su cometido intelectual. Encontrar a
Eurídice, reunirse carnal y esencialmente con la fuente de su inspiración es
para quien escribe un proceso ideal de increíble semejanza con el mito del
mortal enamorado de una sombra, cual nos sugiere Bécquer en “El Rayo de Luna”.
Eurídice, al no llegar a ser
bañada por la luz solar, se consolida para siempre como sombra, ilusión
perdida, alegría irrecuperable por causa de debilidad humana. Orfeo lamentará
su flaqueza para siempre. De ser escritor, ya solo escribiría en clave de
elegía.
© Ramón L. Fernández y Suárez
El mito de Orfeo y Euridice aplicado al proceso de la creación literaria por
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