John Fitzgerald Kennedy 35º Presidente de los Estados Unidos de América |
Celebramos
hoy, no la victoria de un partido, sino un acto de libertad -simbólico de un fin tanto como de un comienzo-
que significa una renovación a la par que un cambio, pues ante vosotros y ante
Dios Todopoderoso ha prestado el solemne juramento concebido por nuestros
antepasados hace casi ciento sesenta y cinco años. El mundo es muy distinto
ahora. Porque el hombre tiene en sus manos poder para abolir toda forma de
pobreza y para suprimir toda forma de vida humana. Y, sin embargo, las
convicciones revolucionarias por las que lucharon nuestros antepasados siguen
debatiéndose en todo el globo; entre ellas, la convicción de que los derechos
del hombre provienen no de la generosidad del Estado, sino de la mano de Dios.
No
olvidemos hoy día que somos los herederos de esa primera revolución. Que sepan
desde aquí y ahora amigos y enemigos por igual, que la antorcha ha pasado a
manos de una nueva generación de estadounidenses, nacidos en este siglo,
templados por la guerra, disciplinados por una paz fría y amarga, orgullosos de
nuestra herencia, y no dispuestos a presenciar o permitir la lenta
desintegración de los derechos humanos a los que esta nación se ha consagrado
siempre, y a los que estamos consagrados hoy aquí y en todo el mundo.
Que
sepa toda nación, quiéranos bien o quiéranos mal, que por la supervivencia y el
triunfo de la libertad hemos de pagar, cualquier precio, sobrellevar cualquier
carga, sufrir cualquier penalidad, acudir en apoyo de cualquier amigo y
oponernos a cualquier enemigo.
Todo
esto prometemos, y mucho más.
A
los viejos aliados con los que compartimos el origen cultural y espiritual, les
brindamos la lealtad de los amigos fieles. Unidos, es poco lo que no nos es
dado hacer en un cúmulo de empresas cooperativas; divididos, es poco lo que nos
está dado hacer, pues reñidos y distanciados no osaríamos hacer frente a un
reto poderoso.
A
aquellos nuevos estados que ahora acogemos con beneplácito en las filas de los
libres, prometemos nuestra determinación de no permitir que una forma de
dominación colonial desaparezca solamente para ser reemplazada por una tiranía
harto más férrea. No esperaremos que secunden siempre nuestro punto de vista,
pero abrigaremos siempre la esperanza de verlos defendiendo vigorosamente su
propia libertad, y recordando que, en el pasado, los que insensatamente se
entregaron a buscar el poder cabalgando a lomo de tigre acabaron
invariablemente por ser devorados por su cabalgadura.
A
los pueblos de las chozas y aldeas de la mitad del globo que luchan por romper
las cadenas de la miseria de sus masas, les prometemos nuestros mejores
esfuerzos para ayudarlos a ayudarse a sí mismos, por el período que sea
preciso, no porque quizás lo hagan los comunistas, no porque busquemos sus
votos, sino porque es justo. Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos
que son pobres, no podrá salvar a los pocos que son ricos.
A
nuestras hermanas repúblicas allende nuestra frontera meridional les ofrecemos
una promesa especial: convertir nuestras buenas palabras en buenos hechos
mediante una nueva Alianza para el Progreso; ayudar a los hombres libres y los
gobiernos libres a despojarse de las cadenas de la pobreza. Pero esta pacífica
revolución de esperanzas no puede convertirse en la presa de las potencias
hostiles. Sepan todos nuestros vecinos que nos sumaremos a ellos para oponernos
a la agresión y la subversión en cualquier parte de las Américas. Y sepan cualquier otra potencia que este hemisferio
se propone seguir siendo el amo de su propia casa.
A
esta asamblea mundial de estados soberanos, las Naciones Unidas, que es nuestra
última y mejor esperanza de una era en que los instrumentos de guerra han
sobrepasado, con mucho, a los instrumentos de paz, renovamos nuestra npromesa
de apoyo, para evitar que se convierta en un simple foro de injuria, para
fortalecer la protección qe presta a los nuevos y a los débiles, y para ampliar
la extensión a la que pueda llegar su mandato.
Por
último, a las naciones que se erigirían en
nuestro adversario, les hacemos no una promesa sino un requerimiento:
que ambas partes empecemos de nuevo la búsqueda de la paz, antes de que las
negras fuerzas de la destrucción desencadenas por la ciencia sumen a la
humanidad entera en su propia destrucción deliberada o accidental.
No
les tentemos con la debilidad, porque solo cuando nuestras armas sean
suficientes sin lugar a dudas, podremos estar seguros sin lugar a dudas de que
no se utilizarán jamás. Pero tampoco es posible que dos grande y poderosos
grupos de naciones puedan sentirse tranquilos en una situación presente que nos
afecta a ambos, agobiadas ambas partes por el costo de las armas modernas,
justamente alarmadas ambas por la constante difusión del mortífero átomo, y
compitiendo, no obstante, ambas, por alterar el precario equilibrio de terror
que contiene la mano de la postrera guerra de la humanidad.
Empecemos,
pues, de nuevo, recordando en ambas partes que la civilidad no es indicio de
debilidad, y que la sinceridad puede siempre ponerse a prueba. No negociemos
nunca por temor, pero no tengamos nunca temor a negociar.
Exploremos
ambas partes qué problemas nos unen, en vez de insistir en los problemas que
nos dividen.
Formulemos
ambas partes, por primera vez, proposiciones seria y precisas para la
inspección y el control de las armas, y para colocar bajo el dominio absoluto
de todas las naciones el poder absoluto para destruir a otras naciones.
Tratemos
ambas partes de invocar las maravillas de la ciencia, en lugar de sus terrores.
Exploremos juntas las estrellas, conquistemos los desiertos, extirpemos las
enfermedades, aprovechemos las profundidades del mar y estimulemos las artes y
el comercio.
Unámonos
ambas partes para acatar en todos los ámbitos de la tierra el mandamiento de
Isaías llamado a: “deshacer los pesados haces… (y) dejar ir libres a los quebrantados”.
Y
si con la cabeza de playa de la cooperación es posible despejar las selvas de
la suspicacia, que ambas partes nos unamos para crear un nuevo empeño, no un
nuevo equilibrio de poder, sino un nuevo mundo bajo el imperio de la ley, en el
que los fuertes sean justos, los débiles se sientan seguros y se preserve la
paz.
No
se llevará a cabo todo esto en los primeros cien días. Tampoco se llevará a
cabo en los primeros mil días, ni en la vida de este gobierno, ni quizá
siquiera en el curso de nuestra vida en este planeta. Pero empecemos.
En
sus manos, compatriotas, más que en las mías, está el éxito o el fracaso
definitivo de nuestro empeño. Desde que se fundó este país, cada generación de
estadounidenses ha debido dar fe de su lealtad nacional. Las tumbas de los
jóvenes estadounidense que respondieron al llamado de la patria circundan el
globo.
Los
clarines vuelven a llamarnos. No es una llamada de empuñar, aunque armas
necesitamos; no es una llamada al combate, aunque combate entablemos, sino una
llamada a sobrellevar la carga de una larga lucha año tras año, “gozosos en la
esperanza, pacientes en la tribulación”: una lucha contra los enemigos comunes
del hombre: la tiranía, la pobreza, la enfermedad y la guerra misma.
¿Podremos
forjar contra estos enemigos una alianza grande y global al norte y al sur, al
este y al oeste que pueda garantizar una vida fructífera a toda la humanidad? ¿Quieren
participar en esta histórica empresa?
Solo
a unas cuantas generaciones, en la larga historia del mundo, les ha sido
otorgado defender la libertad en su hora de máximo peligro. No rehuyo esta
responsabilidad. La acepto con beneplácito. No creo que ninguna de nosotros se
cambiaría por ningún otro pueblo ni por ninguna otra generación. La energía, la
fe, la devoción que pongamos en esta empresa iluminará a nuestra patria y a
todos los que la sirve, y el resplandor de esa llama podrá en verdad iluminar
al mundo.
Así
pues, compatriotas: preguntad, no qué puede vuestro país hacer por vosotros; preguntad
qué podéis hacer vosotros por vuestro país.
Conciudadanos
del mundo: preguntad, no qué pueden hacer por vosotros los Estados Unidos de
América, sino qué podremos hacer juntos por la libertad del hombre.
Finalmente,
ya sean ciudadanos norteamericanos o ciudadanos del mundo, solicitad de
nosotros la misma medida de fuerza y sacrificio que hemos de solicitar de vosotros.
Con una conciencia tranquila como nuestra única recompensa segura, con la
historia como juez supremo de nuestros actos, marchemos al frente de la patria
que tanto amamos, invocando Su bendición y Su ayuda, pero conscientes de que
aquí en la Tierra la obra de Dios es realmente la que nosotros mismos
realicemos”.
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