El doctor y su paciente (Siglo XVII) Jan Havicksz Steen |
Mi
hijo se ha licenciado en medicina. Y yo, su madre, estoy más ancha que el
guarandol de a peso. Intenta que no me desboque hablando de él y yo le digo que
de quién mejor voy hablar. Si después de toda la ropa que tuve que restregar y
planchar para sacarle adelante, tuviera ahora que callarme, me daría un
síncope.
Ya
sé que no hay que perder el sentido cuando algo bueno nos ocurre, pero esto no
es que sea bueno, es honroso y no sé por qué les sienta mal a la gente este
orgullo que baila en mis entrañas. Claro que todo puede ser envidia cochina.
El
otro día fui al hospital a unos análisis. Un desastre. No me encontraban la
vena, hasta tres enfermeros conmigo, que si en el brazo, en la mano, en el pie.
Les tuve que decir que mi hijo jamás me hubiese hecho esa escabechina. Se sonrieron
y me dieron unas palmaditas en el hombro. Sí muy discretos ellos, pero quien se
lleva a casa los moratones, soy yo.
Me
tomé de paso la tensión en la farmacia. La tengo alta. Y en vez de irme al
mercado pasé por la consulta de mi hijo. Él mismo me tomó la presión sanguínea
y me dijo que estaba normal. No perdí tiempo en comunicárselo al boticario.
De
regreso me topé con mi mejor amiga. Le conté todo lo ocurrido. Y me soltó que
estoy un tanto pesada con la profesión de mi hijo, que el suyo es el mejor
albañil del pueblo y ella no le da tanto bombo y platillo. Y que si por el
simple hecho de que mi hijo sacara una carrera de siete años en catorce, que se
pusiera a trabajar pasados los treinta y tantos, que encontrara curro gracias a
lo trepa que era, me ponía así, debía andarme con cuidado porque cuando me
llegara un descalabro, ni mi hijo iba a poder aliviarme las malas digestiones.
¡Lengua
bífida y viperina! A cachitos se le debía caer. Y no le permitiría a mi hijo que
se la curase.
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