Me gusta soñar tanto despierta como dormida.
Si pudiera dormirme en los laureles sería feliz pero mi jornada diaria
comienza con la música del despertador a las cinco de la mañana, me levanto y
me ducho. Los lunes toca poner la lavadora, dejar preparada la comida y la
cena, tender la cama, ir a recoger a mis nietos para llevarles al colegio y de
allí a trabajar. Formo parte del servicio de limpieza de unas oficinas. Son dos
edificios iguales. Por la mañana trabajo en uno y por la tarde en otro. En los
dos me encuentro cerca del cielo.
Los martes plancho lo que lavé el lunes, de nuevo comida, cena, cama,
aseo, niños, trabajo.
Así hasta el viernes. El sábado toca limpiar mi casa, comer las sobras
que han quedado durante la semana e ir al supermercado para llenar el
frigorífico vacío. El domingo no me levanto hasta las ocho. Y en esas tres
horas: sueño, sueño, sueño. A veces me despierto y cierro los ojos de inmediato
para cazar al vuelo el mismo sueño.
Soy viuda. En mis sueños siempre estoy en la isla donde nací, bajo una palmera,
con el hombre con el que luego me casé. Hablamos. Unimos nuestras manos,
nuestros ojos, nuestros cuerpos. Paseamos. Bailamos. A veces tenemos que correr
para evitar el chaparrón tropical que se nos viene encima. Si algo me preocupa,
se lo cuento.
Cuando sueño todo está controlado. En cambio despierta compruebo que la
vida es una pesadilla. Y me pongo nerviosa, por dentro, por fuera parece que
estoy en calma. Es entonces cuando cierro los ojos y me pongo a soñar cosas
agradables.
Ahora mismo estaba quitando el polvo de una mesa cuando escucho un
estruendo que ensordece mis oídos, veo caer cascotes a mis alrededor, miembros
humanos quemados y esparcidos por el aire. Quiero abrir los ojos y no puedo,
quiero salir corriendo y no encuentro mis piernas. Aparece mi esposo, está alterado,
él que era tranquilo por naturaleza. Extiende sus manos y me toma en brazos.
Salimos corriendo como si la lluvia nos persiguiera. Me dice que luego me explicará
lo que ha pasado.
Son las ocho horas y cuarenta y seis minutos del día once de septiembre
de dos mil uno.
© Marieta Alonso Más
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