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lunes, 25 de noviembre de 2013

Ramón L. Fernández y Suárez: Paisajes Castellanos




ESPADAÑAS, CIPRESES  y  CHOPERAS



No siempre es bueno escribir desde el pasado porque limita el horizonte de la mente y ello suele reducir las cotidianas percepciones que la enriquecen, que la alegran. Entregarnos a la degustación de los paisajes por los que atravesamos y constituyen el cambiante escenario de la vida nos mantiene alerta, mientras se potencia nuestra proyección hacia el futuro. Siempre hay un futuro; a veces promisorio, a veces triste, cercano, remoto, las más de las veces intangible; todo según la mente que lo sueñe. Pero el presente es la certeza, la realidad que nos regala y el aire que alimenta nuestra llama. Es el supuesto que nos permite obrar, acertada o torpemente; que nos ofrece la oportunidad de corregir errores y disfrutar el tiempo que vivimos. Ese razonamiento me hace registrar en los archivos de la mente todo cuanto de forma inesperada ilumina sus rincones proporcionando colorido y emoción al transcurso de mis días.

Me gusta ver las espadañas, imagen medieval de las Españas. Silente testimonio.  Sencillo equilibrio de ladrillos. Voz sonora en la estepa castellana. Su modesta arquitectura enriquece aquel paisaje en el que hacen referencia. Coronando ermitas, ennobleciendo fachadas conventuales o apenas evocando esplendores del pasado, sugieren siempre esfuerzos trascendentes, grácil energía creadora. Artística imaginación ajena a la soberbia de las torres.

Me gustan los cipreses, dentro y fuera de entornos funerarios. Suelen parecerme coloreados fustes olvidados desde épocas pasadas. Su modesta y tenaz longevidad no está lejos de la concepción arquitectónica por su silente, triunfante aceptación de sequías, nevadas y rosadas. La grácil solemnidad de su presencia se me antoja un natural ejemplo que nos invita a economizar el gasto de los recursos naturales. Sempervirens. Hagamos de su nombre una divisa.

¡Qué elegantes las choperas! Alineadas en bosques junto al río, la laguna o la corriente. Qué generosa su enramada brindando  placentera sombra en las ardientes tardes estivales. Cuando sus copas, batidas por la brisa, muestran el reverso de las hojas, escamas plateadas parecen desde lejos, piel de peces que nadan por los aires alejados de las playas.

Castillos roqueros hay en todas partes. Restos de señeras fortificaciones que hoy nos hablan de pasados esplendores, de victorias y dolores. Su presencia pertinaz y degradada continúa dando vida al entorno en que se alzan. Cual seculares árboles derrotados por el tiempo son ejemplos de contribución al mensaje de la historia. Su presencia en el paisaje ofrece al ojo atento, ventana abierta al mundo por donde se asoma nuestra mente, un objetivo en que posar,  para el reposo, nuestra fatiga del presente.

El mes de agosto castellano, tras la hoz y la guadaña, enriquece la mirada con el rojo de los campos roturados y el dorado pajizo de los restos de la siega. La luz solar omnipresente hace vibrar en la retina las líneas del paisaje. No logra el calor adormecer, a la caída de la tarde, el entusiasmo que provoca la contemplación de la anchura castellana. Los cargados racimos de las vides, besando el suelo, quieren devolverle el color que este les presta. Ocres, rojos y dorados rasgos de esta estética rural en ambas mesetas carpetanas.




© Ramón L. Fernández y Suárez


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