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miércoles, 12 de febrero de 2014

Marisa Caballero: A cada cerdo...



El once de noviembre se celebra San Martín. Hace años comenzaba la temporada de “las matanzas”, pocas personas que hayan vivido su niñez en un pueblo son capaces de olvidarlas, era toda una ceremonia, que se repetía año tras año, no sólo en mi casa, sino en la de la familia y los vecinos. No he olvidado el horror que me produjo, la única que vez que atisbé como moría el pobre cerdo, nunca más comí una morcilla, menos mal, que se quedó ahí, al jamón y al chorizo no le afectó mi discrepancia.

Cuando se oye gritar al animal, siendo niño, se queda grabado de tal manera que no se olvida, aunque tiene su ventaja, impresiona tanto, que la violencia desaparece de tu vida y te hace fuerte, en los años cincuenta, en muchos casos, la alimentación de la familia dependía de esa “matanza”. A mediados del siglo pasado, éramos muy afortunados los que comíamos jamón, chorizo, etc.

No voy a contar lo que de desagradable tiene, hablaré del ceremonial, ese, del que tan gratos recuerdos tengo.

Conforme se acercaba la fecha, se iba haciendo la lista de las necesidades, era igual que la de años anteriores, pero se repetía siempre, había que comprar ajos, cebollas, sal, tripas secas y las especias, pimentón (dulce y picante), clavo, orégano, pimienta, no recuerdo más, era muy niña, pero me gustaba ir a Madrid a comprarlo, a una tienda que todavía existe en la calle Atocha, y a la que con frecuencia voy por el placer que me produce entrar, su olor, el suelo de madera, el artesonado del techo, todo me recuerda ésa feliz niñez, sigue teniendo el encanto de lo antiguo aunque ya no están colgadas las tiras de tripas, los racimos de pimientos y guindillas, ahora todo está envasado, pero yo lo sigo viendo como entonces, compro azafrán, miel y pimentón de la Vera.

La matanza comenzaba al fijar la fecha, se acordaba el día con el matarife, mi pobre cerdo, siempre tenía un nombre, a mi madre la gustaba “bautizarlos”, según su aspecto, uno se llamó Alfonso porque era alargado y no engordaba mucho, y le recordó a un seminarista que luego se salió de cura, otro Melquiades porque decía que tenía cara de gato (en recuerdo de aquél del sainete, gatito de ése nombre que se levantaba y comía chocolate), pero por regla general se llamaban “Regino”, ya que había en su pueblo un Sr. muy feo y chato que según ella, era lo más parecido a un cerdo, yo no lo conocí. Fijada la fecha comenzaba el alboroto, además de los materiales se preparaban los enseres, una artesa, la caldera, los cuchillos y recuerdo especialmente unos embudos pequeños para embutir los chorizos y unos alfileres enormes para pincharlos.

El día anterior al sacrificio del animal, en el soportal de la portada trasera, se picaba la cebolla, dos sacos como mínimo, no tengo ni idea de cantidades, esto era genial, mi padre decía que si te ponías unos gajos sobre las orejas (como si fueran las patillas de las gafas) y un pequeño casco en la coronilla, no se lloraba, era cierto, mayores y pequeños presentaban ese aspecto tan cómico, esto sólo lo he visto en mi casa, se contaban cuentos y muchas historias. Una vez picada se cocía en una gran caldera de cobre, con un asa grande que recordaba las marmitas de los cuentos de ogros y brujas que se comían a los niños, quemada por fuera brillante por dentro, esperando terminara la cocción, totalmente ahumados seguían con los cuentos, a los niños nos impedían acercarnos a la lumbre, y cuando en un despiste intentabas atizar el fuego, rápidamente te retiraban, decían que te harías pis delante de todos, lo que no entendía a los mayores no les pasaba nada.

Una vez cocida, se echaba en un saco de arpillera, que se ponía encima de una parrilla con una piedra encima.

Y por fin, llega el día, Alfonso, Melquiades, Regino, al que tocara, después de una dieta absoluta el día anterior, iniciaba su paseíllo al Matadero, acompañado por su dueño que llevaba una vara para guiar sus pasos y los niños saltando a su lado, con las carteras de la escuela, sólo nos dejaban llegar a la entrada del matadero, luego camino de clase, los únicos que entraban eran mayores.

Una vez sacrificado, se metía el cerdo entero en agua hirviendo, y se raspaba la piel, en algunas zonas se socarraba. No voy a facilitar más detalles, en el cerdo todo es utilizable, despojado de sus entrañas se colgaba, y no se podía hacer nada, hasta que el veterinario diera su visto bueno.

Esa era una de las cosas que más me gustaba, acompañada de mis amigos iba a por el dictamen sanitario, aquello era maravilloso, siempre estaba en su despacho mirando por un microscopio de latón, por el que no me dejó mirar hasta que fui mayor, con su voz modulada y tranquila decía “dile a tu padre que puede ser consumido, mañana se lo doy por escrito, podéis hacer las morcillas”, y así comenzaba otra fase, se hacían las morcillas que se cocían en el mismo sitio que la cebolla, otra vez el placer de la lumbre y la espera.

Luego se harían los chorizos, se salarían los jamones, etc. etc., y otra cosa muy interesante, cuando se había terminado, a los compromisos y amigos se les llevaba “la cata” (un chorizo, una morcilla y un trozo de tocino), como me tocaba hacer ésa gestión, salía pobre y volvía rica, siempre caía más de una peseta.

Sirva ésta historia como recordatorio a los que lo vivieron y como cuento a los que nunca lo presenciaron. Un amigo mío, con la idea de que sus hijas supieran lo que era, compró una cerdo, lo crió y en la enorme portada de su casa del pueblo lo sacrificó el carnicero, su hija pequeña, cuando lo vio abierto en canal, ya limpio, preguntó ¿dónde están los chorizos?








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