Por desagradables circunstancias, recientemente he sido
testigo de los “problemas que en algunos casos originan las herencias”, y he
dado una vuelta rápida a esas pequeñas cosas que he heredado y conservo con
infinito amor, sin ningún valor económico, pero que me han hecho muy rica.
Guardo dos dedales desgastados, uno de mi abuela y otro
de mi madre, que guiaron el camino de muchas puntadas invisibles, que alguna
vez, en un despiste, produjeron más de un pinchazo, y cuando los tomo en mi
mano, ¡Oigo sus voces!, ... ¡No es nada!,... ¡Sigue!..., y me doy cuenta, que
los dedales se colocan en el dedo corazón, y si estoy triste los coloco en mi
dedo, y continúan, con mucho amor,
guiando ese dobladillo largo, de tantas puntadas que es la vida, y las siento.
Guardo aquella máquina de escribir que utilizaba mi
padre, para hacer sus denuncias y atestados, ya que en mi niñez existía para él
la obligatoriedad de mecanografiarlos, pero la tenía que aportar él, y la tuvo
que pagar a plazos porque no podía hacerse de otra forma. La miro y veo moverse
sus teclas una tras otra, y me recuerda mi aprendizaje, asdfg ñlkjh, una y otra
vez, hasta que mis dedos fueron tan ágiles como los suyos. Esas letras que se
movían dando significado, y surgieron palabras, enseñanzas, que como los
dobladillos me han hecho como soy.
Guardo también unas sabanas de hilo, con primorosos
bordados, testigos de amor, de noches de bodas, de nacimientos de nuevos
miembros familiares, y que un día regalaré a alguna tataranieta de la bordadora,
que las mire con el mismo cariño que yo.
Guardo alguna cacerola de porcelana, de esas que estaban en
el vasar, aquél que había alrededor de la gran chimenea de la cocina, que
abarcaba la propia cocina económica y la carbonera, y que mi madre adornaba con
una especie de volante, que no recuerdo como se llamaba, a cuadritos rojos y
blanco, con un piquillo en zig zag de remate, a juego con la cortinilla que
tapaba la parte baja del fregadero de granito, con aquél grifo dorado. Esa
cacerola que mi madre adquirió con las fundas que envolvían el chocolate
“Matías López” o “Dulcinea”, y donde aprendí, mirando, la tradición culinaria
de mi familia.
Guardo el almirez, que todavía uso, y que me enseñó que
ese golpear del mazo, no era signo de violencia, sólo buscaba el mejor sabor, y
generaba alegría en Navidad.
Guardo muchas cosas más que harían este artículo
demasiado largo. Supongo que el día que me marche, si me queda casa, quién me
herede pensará, ¿para qué querría todo esto?, ¡qué manías tan raras tienen los
mayores!.
La otra herencia por Marisa Caballero se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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