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miércoles, 12 de marzo de 2014

Marisa Caballero: La otra herencia



            Por desagradables circunstancias, recientemente he sido testigo de los “problemas que en algunos casos originan las herencias”, y he dado una vuelta rápida a esas pequeñas cosas que he heredado y conservo con infinito amor, sin ningún valor económico, pero que me han hecho muy rica.

            Guardo dos dedales desgastados, uno de mi abuela y otro de mi madre, que guiaron el camino de muchas puntadas invisibles, que alguna vez, en un despiste, produjeron más de un pinchazo, y cuando los tomo en mi mano, ¡Oigo sus voces!, ... ¡No es nada!,... ¡Sigue!..., y me doy cuenta, que los dedales se colocan en el dedo corazón, y si estoy triste los coloco en mi dedo, y continúan,  con mucho amor, guiando ese dobladillo largo, de tantas puntadas que es la vida, y las siento.


            Guardo aquella máquina de escribir que utilizaba mi padre, para hacer sus denuncias y atestados, ya que en mi niñez existía para él la obligatoriedad de mecanografiarlos, pero la tenía que aportar él, y la tuvo que pagar a plazos porque no podía hacerse de otra forma. La miro y veo moverse sus teclas una tras otra, y me recuerda mi aprendizaje, asdfg ñlkjh, una y otra vez, hasta que mis dedos fueron tan ágiles como los suyos. Esas letras que se movían dando significado, y surgieron palabras, enseñanzas, que como los dobladillos me han hecho como soy.

            Guardo también unas sabanas de hilo, con primorosos bordados, testigos de amor, de noches de bodas, de nacimientos de nuevos miembros familiares, y que un día regalaré a alguna tataranieta de la bordadora, que las mire con el mismo cariño que yo.

            Guardo alguna cacerola de porcelana, de esas que estaban en el vasar, aquél que había alrededor de la gran chimenea de la cocina, que abarcaba la propia cocina económica y la carbonera, y que mi madre adornaba con una especie de volante, que no recuerdo como se llamaba, a cuadritos rojos y blanco, con un piquillo en zig zag de remate, a juego con la cortinilla que tapaba la parte baja del fregadero de granito, con aquél grifo dorado. Esa cacerola que mi madre adquirió con las fundas que envolvían el chocolate “Matías López” o “Dulcinea”, y donde aprendí, mirando, la tradición culinaria de mi familia.

            Guardo el almirez, que todavía uso, y que me enseñó que ese golpear del mazo, no era signo de violencia, sólo buscaba el mejor sabor, y generaba alegría en Navidad.

            Guardo muchas cosas más que harían este artículo demasiado largo. Supongo que el día que me marche, si me queda casa, quién me herede pensará, ¿para qué querría todo esto?, ¡qué manías tan raras tienen los mayores!.
            












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