Cabo Sunión Atenas |
Se
encontraba en el mirador de proa. Una voz, en diferentes idiomas, por megafonía
daba instrucciones a los pasajeros. El barco comenzaba a realizar las maniobras
de aproximación a tierra. Atracaría en
breve.
Carmen no prestó demasiada atención, ya
había realizado varios cruceros, sabía lo que debía hacer. El promontorio del
cabo Sunión, vigilante del Egeo en la antigüedad y las ruinas de los templos
dedicados a Atenea y a Poseidón, la mantenían
inmóvil, apoyada en la barandilla.
Un pasajero, involuntariamente rozó su
cuerpo. Modificó la postura y cambió el ángulo de visión. Se estremeció. Un
escalofrío recorrió su cuerpo. Siempre le ocurría lo mismo, sus cinco sentidos
se alteraban cuando contemplaba algo
bello. Notó sus manos heladas. Lágrimas
en los ojos. Escuchó el armonioso sonido de las olas al chocar con la rocas en
su ir y venir. El olor a mar. Saboreó la sal en sus labios.
El hechizo del templo dórico, de
belleza y proporciones perfectas, esbelto, elegante, armónico, la magia de las
ruinas, que invitaban a soñar, los secretos que guardaban sus piedras, su
envolvente halo de misterio. Las columnas fragmentadas, restos dispersos de
piedras. Conducían la nostalgia por
senderos que el paso del tiempo no pudo borrar.
A su derecha el sol, escondiéndose en
el horizonte, sumergiéndose en la profundidad del mar, cambiando el color de
sus aguas, reflejando una línea dorada, un disco de fuego que el agua no apagaría,
rojos, amarillos, grises, azules, y entendió la razón por la que los griegos
erigieron allí el Templo a Poseidón, uniendo dos bellezas, la de la naturaleza,
insuperable, y la creada por el hombre.
Recordó la leyenda del rey Egeo y su
consulta al Oráculo de Delfos. Abrumado por la necesidad de tener descendencia con su esposa Medea. La respuesta misteriosa de la Pitia “No abras tu odre hasta que regreses a Atenas”, que no
entendió. Era simple, no yacer con mujer alguna hasta su regreso, pues de
hacerlo quedaría preñada. Por el contrario Piteo, rey de Trecén lo vio muy
claro. Su mayor deseo era que su hija Etra fuera la madre del heredero de
Atenas. Le emborrachó, y así consiguió que la fecundara. De esta unión nació
Teseo, el que venció al Minotauro cretense, ayudado por Ariadna, a la que luego
abandonó ¿o fue ella quién lo hizo?
A su regreso a Atenas, enardecido por
la victoria, olvidó cambiar las velas negras por las blancas que anunciarían a
su padre estaba vivo. Este que observaba desde el promontorio cercano la
llegada de la nave, al divisar el barco con las velas negras pensó que su hijo
había muerto y se arrojó al mar, por eso lleva su nombre, Mar Egeo.
Tembló, en pocos minutos se hallaría en
aquél cabo.
¡Cuantos odres se abren con engaño!,
por pasiones momentáneas, urgencias sin compromiso, que producen consecuencias
inesperadas. Otras veces, por esos fraudes, alguien
voluntaria o involuntariamente se encierra en una torre de bronce, para
protegerse, queriendo ser previsor, intentado engañar al destino. Pero un día
cualquiera, se abre la ventana y una
imprevista lluvia de oro cubre su cuerpo y renace un nuevo Perseo.
Esa paz que la invadía momentos antes,
desapareció. Recordó la causa de su viaje, la huida, su soledad, el abandono,
primavera frente al ocaso, había sido sustituida, perdió la batalla. No quería
ser atacada por la cabeza de la medusa. Inspiró profundamente, dejando entrar
ese aire nuevo, purificador hasta el ombligo, lentamente lo fue exhalando,
aparecieron imágenes de su lejano hogar.
No quería hacerlo, ¡aire!, ¡aire!,
aspirar, inspirar, una y otra vez, poco
a poco fue relajándose, no se convertiría en piedra, volvería con las velas
blancas desplegadas. Había estado a punto de convertirse en Perséfone.
Cabo Sunion por Marisa Caballero se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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