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jueves, 12 de junio de 2014

Marisa Caballero: Cabo Sunión


Cabo Sunión
Atenas
Se encontraba en el mirador de proa. Una voz, en diferentes idiomas, por megafonía daba instrucciones a los pasajeros. El barco comenzaba a realizar las maniobras de aproximación a tierra.  Atracaría en breve.

         Carmen no prestó demasiada atención, ya había realizado varios cruceros, sabía lo que debía hacer. El promontorio del cabo Sunión, vigilante del Egeo en la antigüedad y las ruinas de los templos dedicados a  Atenea y a Poseidón, la mantenían inmóvil, apoyada en la barandilla.

         Un pasajero, involuntariamente rozó su cuerpo. Modificó la postura y cambió el ángulo de visión. Se estremeció. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Siempre le ocurría lo mismo, sus cinco sentidos se alteraban  cuando contemplaba algo bello. Notó sus manos heladas.  Lágrimas en los ojos. Escuchó el armonioso sonido de las olas al chocar con la rocas en su ir y venir. El olor a mar.  Saboreó  la sal en sus labios.

         El hechizo del templo dórico, de belleza y proporciones perfectas, esbelto, elegante, armónico, la magia de las ruinas, que invitaban a soñar, los secretos que guardaban sus piedras, su envolvente halo de misterio. Las columnas fragmentadas, restos dispersos de piedras.  Conducían la nostalgia por senderos que el paso del tiempo no pudo borrar.

         A su derecha el sol, escondiéndose en el horizonte, sumergiéndose en la profundidad del mar, cambiando el color de sus aguas, reflejando una línea dorada, un disco de fuego que el agua no apagaría, rojos, amarillos, grises, azules, y entendió la razón por la que los griegos erigieron allí el Templo a Poseidón, uniendo dos bellezas, la de la naturaleza, insuperable, y la creada por el hombre.

         Recordó la leyenda del rey Egeo y su consulta al Oráculo de Delfos. Abrumado por la necesidad de tener descendencia  con su esposa Medea. La respuesta  misteriosa de la Pitia     “No abras tu odre hasta que regreses a Atenas”, que no entendió. Era simple, no yacer con mujer alguna hasta su regreso, pues de hacerlo quedaría preñada. Por el contrario Piteo, rey de Trecén lo vio muy claro. Su mayor deseo era que su hija Etra fuera la madre del heredero de Atenas. Le emborrachó, y así consiguió que la fecundara. De esta unión nació Teseo, el que venció al Minotauro cretense, ayudado por Ariadna, a la que luego abandonó  ¿o fue ella quién lo hizo?

         A su regreso a Atenas, enardecido por la victoria, olvidó cambiar las velas negras por las blancas que anunciarían a su padre estaba vivo. Este que observaba desde el promontorio cercano la llegada de la nave, al divisar el barco con las velas negras pensó que su hijo había muerto y se arrojó al mar, por eso lleva su nombre, Mar Egeo.

Tembló,  en pocos minutos se hallaría en aquél cabo.

         ¡Cuantos odres se abren con engaño!, por pasiones momentáneas, urgencias sin compromiso, que producen consecuencias inesperadas. Otras veces, por esos fraudes,   alguien voluntaria o involuntariamente  se  encierra en una torre de bronce, para protegerse, queriendo ser previsor, intentado engañar al destino. Pero un día cualquiera, se abre la ventana y  una imprevista lluvia de oro cubre su cuerpo y renace un nuevo Perseo.

          Esa paz que la invadía momentos antes, desapareció. Recordó la causa de su viaje, la huida, su soledad, el abandono, primavera frente al ocaso, había sido sustituida, perdió la batalla. No quería ser atacada por la cabeza de la medusa. Inspiró profundamente, dejando entrar ese aire nuevo, purificador hasta el ombligo, lentamente lo fue exhalando, aparecieron imágenes de su lejano hogar.   No quería hacerlo, ¡aire!, ¡aire!, aspirar, inspirar,  una y otra vez, poco a poco fue relajándose, no se convertiría en piedra, volvería con las velas blancas desplegadas. Había estado a punto de convertirse en Perséfone.   






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