Blog literario de Francisco Martínez Bouzas |
domingo, 2 de febrero de 2014
LA CIUDAD BURBUJA
Animales urbanos
Karin Leiz
Ediciones Barataria, Barcelona, 204 páginas
(LIBROS DE FONDO)
Karin Leiz es una escritora tardía. Una narradora que llega a la escritura después de una larga vida que parece hecha de fantasías. Fantasías, con todo, que no fueron quimeras, sino largos años de trabajo y entusiasmo. Karin Leiz fue musa e imagen de Pertegaz en los años setenta. Y en los albores de la publicidad moderna, funda con el que fue su marido, los Estudios Pomés de los que saldrían incontables campañas publicitarias y más de tres mil spots.
Karin Leiz fue en 1966 la primera burbuja Freixenet y también está detrás de la chica en el caballo blanco de Terry. En la actualidad continúa trabajando como estilista, guionista, una profesión que le sigue estimulando, y como autora de libros de gastronomía. Pero de pronto, hace unos años, sintió la necesidad de descargar el disco duro de su infancia y adolescencia, de descubrir el eje de una vida híbrida (nacida en Sevilla,, hija de padres alemanes), que ella por decreto coloca en Barcelona.
La ciudad que pretende descubrir en este libro, Animales urbanos, editado por Barataria, es Barcelona. La Barcelona de los años cuarenta, la ciudad-barrio de su infancia que viajará siempre con ella y hacia la que vuelve los ojos no para contemplar, como Kavafis, las obscuras ruinas de su existencia, sino la obra de una vida miserable pero polícroma y que se renovaba cada día.
En animales urbanos Karin Leinz retoma la tradición de la prosa poética, enriquecida con la nostalgia y con el humor, con un agradable zumo lírico que desde un yo -el de la chiquilla de ocho años- le sirve de observatorio de un mundo a primera vista sencillo, pero en el fondo poblado de infinitas resonancias. Sencillas escenas cotidianas, pequeños retratos de figuras humildes, de los habitantes de un barrio barcelonés que semeja una aldea. Prosa pictórica, enriquecida con el cromatismo de una amplia galería de tipos humanos, de estampas del barrio barcelonés de Sant Gervasi en los años cuarenta. Prosa cálida, luminosa que transmite, página tras página, el fervor suave de una inmensa humanidad. Prosa que, no obstante formar parte de una obra primeriza, alcanza un gran equilibrio y una eficacia lírica insólita.
El texto de Karin Leiz es una elegía y al mismo tiempo una recuperación de la ciudad que desaparece y sobre todo del barrio en el que ella se movió de pequeña: Sant Gervasi. La autora recupera sobre todo el alma de las cosas. Su pasión por los pequeños detalles nos hace recordar el mundo maravilloso de Joyce en su adolescencia, o la elegía andaluza, Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. También Karin Leiz humaniza los objetos, los oficios, los animales. El oficio de trapero ejercido por los emigrantes murcianos; el de las criadas o “minyones”, madres muchas veces de hijos huidos en la posguerra. Las ceremonias de vaciar los cubos de basura en el carro que acude todos los días, tirado por cuatro caballos, o el de la alfalfa que se hacía presente a la hora de la siesta con el alimento para los conejos del barrio. La vida frustrada de las crías de pájaros que fracasaban en sus primeras tentativas de vuelo. O Canelo, el perro escéptico e imperturbable que siempre acertaba: nada es lo que parece; o el loro de Presumida; las gallinas, los conejos y las palomas que crían en cobertizos improvisados.
La niña queda así mismo admirada antes las trazas de la gente con la que comparte el barrio: la señorita relamida y cursi que come poco; Rosa que hacía jerseys por encargo, dueña de un gato republicano; la familia de gitanos taxistas; señoras muy enseñoreadas con marido y amante y que solo comen pechugas de pollo; la misteriosa dama rusa que recibe visitas entre los vuelos de las palomas. Bubi, el niño con el que juramentó amor eterno y sería su primer muerto.
Desde el muro protector de su casa, la chiquilla queda fascinada al observar el bullicio de la vida en un barrio que tiene en los “colmados” los lugares donde se fraguan las amistades. Y nutre sus reflexiones imaginando el pensamiento de los adultos. En breve síntesis, libro sencillo, correcto y que posee la virtud de emocionar y despertar estados de conciencia en un tiempo cada vez más opaco.
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“El único comercio de nuestra zona, un «ultramarinos» que tenía de todo, estaba situado en pleno núcleo menestral, frente a nuestro muro sur. Los dueños del colmado, el señor José y la señora María, tenían un hijo que, para redondear la jugada, se llamaba Jesús. Poseían también el perro mejor alimentado del barrio y de eso se ocupaba María, que era un trozo de pan, en prudente equilibrio con su marido, que no lo era tanto. Era un hombre con mala sombra, de permanente malhumor y, a la que uno se descuidaba, hasta tramposo. Se tenía por «rojo», lo que en aquellos tiempos de posguerra justificaría su mal genio.
Me hice explicar por Justa, nuestra muchacha, lo que significaba ser «rojo» y, en principio, no me pareció motivo de disimulo o de secretismo. Yo también era partidaria de que la riqueza se repartiera entre todo por igual. De hecho, ya lo había practicado regalando una de mis dos muñecas alemanas a unos basureros, con gran escándalo de mi madre.”
…..
“Las comidas con el señor y la señora Sort en aquel inmenso comedor de muebles oscuros y brillantes eran muy interesantes para mí. Ambos hablaban y reían conmigo, pero nunca entre sí. No se dirigían la palabra pero parecían compartir el agrado de mi presencia.
Años más tarde supe que la señora Sort era hermana de un alto cargo municipal, y que tenía un amante. Aunque tardé muchos más años en saber lo que realmente era un amante, sí sabía que se trataba de aquel joven apuesto que paseaba con ella camino de la casa, y de quien se despedía largamente bajo la ventana de mi dormitorio. Un juntar las manos, alguna vez un casto beso, ponían fin a la interminable despedida llena de arrumacos verbales y miradas tiernas. La señora Sort emprendía, sobre sus altos zapatos de colores inverosímiles, la ascensión de la cuesta camino de su casa, mientras el hombre apuesto se alejaba con paso digno y apresurado en dirección contraria.
-Es un caballero…- se comentaba.
El señor Sort, en cambio, rara vez iba a pie. Iba y venía en un gran Chevrolet con chófer, y al pasar saludaba jovialmente a través de la ventanilla. Yo no acertaba a comprender para qué necesitaba la señora Sort un amante, teniendo un marido mucho más simpático que la mayoría de señores, y además tan vital. Quiero decir que debía serlo, pues en el barrio se afirmaba que había puesto piso a una querida y que tenía cuatro hijos con ella.
-Se cuida mucho. Come pollo todos lo días…
A pesar de la evidencia del amante, Emilia no toleraba que se hablara mal de su señora.”
(Karin Leiz, Animales urbanos, páginas 12, 99-100)
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