Mi hermano ha echado por
tierra el buen nombre de nuestra familia. Nos ha avergonzado.
Se enamoró perdidamente
de una joven. Ella no le hacía caso. Le
gustaba otro. Él insistía.
Iba de ronda todas las
noches por su casa, le salía al encuentro cuando paseaba con sus amigas, le
mandaba cartas de amor de una longitud asombrosa. En el tronco del árbol que
estaba frente a su casa dibujó un corazón con sus nombres. Habló con el chico
que a ella le gustaba, éste le dio vía libre porque la que le gustaba a él era
una amiga de ella. Ni corto ni perezoso le explicó a la chica de sus sueños que
no debía tener esperanzas con su amado porque él quería a otra, que más le valiera
quererle a él. Dio tal cantidad de detalles unos ciertos y otros no tanto, que
el resultado fue, que unas amigas de toda la vida se distanciaran para siempre.
Habló con el padre de
ella y éste respondió que quien tenía la última palabra era su hija.
La chica no le hablaba,
le hacía claros desprecios, se cambiaba de acera en cuanto le veía.
Una noche en la puerta de
su casa el devoto y apasionado galán le repitió una vez más, que ella era toda
su esperanza, que la amaba, que confiaba en que su ardiente corazón encontrase
eco en el de ella, que estaba dispuesto a morir, si ella lo rechazaba.
La chica hastiada le
contestó a gritos desde el vano de su ventana que le había dicho muchas veces
que la dejara en paz, que no le amaba.
Él suspiró de tal manera que
las hojas del árbol cercano cayeron al suelo. Sacó una pistola del bolsillo de su
chaqueta:
Cerró con tal estrépito las
hojas de su ventana que saltaron los goznes, apagó todas las luces y se hizo el
silencio.
Al poco sonó un disparo.
Nadie salió de la casa.
Según cuentan los vecinos
que no perdían detalle detrás de puertas y visillos, mi hermano puso con
delicadeza el arma por debajo de la axila y disparó. El árbol lanzó un quejido.
Pasos cansinos le
trajeron de vuelta a casa.
No han pasado quince
horas y mi hermano ya se ha vuelto a enamorar perdidamente de otra damisela.
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© Marieta Alonso Más
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