Sintió que si él, entonces hubiera podido elegir o soñar su muerte,
ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
El Sur-Jorge Luis Borges
Blanco y
negro, así era el mundo de Gervasio Cuenca, un mundo de café frío, humo de
cigarrillos y puñaladas por la espalda. Como un ladrón de sueños se apoderaba
del cuerpo de los otros, por eso su sonrisa era la de Bogart, miraba como James
Cagney o imitaba la voz de Edward G. Robinson, convencido de que un hábito da
una visión distinta de la eternidad.
En su trabajo como contable soportaba el desgano que le producían las largas columnas de números porque eran su único medio de subsistencia, pero la vida real la encontraba en los trayectos de ida y vuelta a la oficina cuando el autobús y el metro desaparecían en las páginas con acción y vértigo; allí, maleantes, mujeres de moral dudosa y ellos, los detectives, emergían de ese territorio en blanco y negro donde no siempre triunfan los buenos, un territorio de nubarrones apenas rasgados por la luz de una historia de amor que difícilmente llegaba a un final feliz.
En su trabajo como contable soportaba el desgano que le producían las largas columnas de números porque eran su único medio de subsistencia, pero la vida real la encontraba en los trayectos de ida y vuelta a la oficina cuando el autobús y el metro desaparecían en las páginas con acción y vértigo; allí, maleantes, mujeres de moral dudosa y ellos, los detectives, emergían de ese territorio en blanco y negro donde no siempre triunfan los buenos, un territorio de nubarrones apenas rasgados por la luz de una historia de amor que difícilmente llegaba a un final feliz.
A su regreso a
casa y con esa quietud terrible que imprimen los domingos por la tarde, paseaba
a Honorio, un chucho tan flaco y triste como su dueño, pero aquel día en que el
perro se entretuvo más de la cuenta junto a un árbol, Gervasio pudo ver un
coche frente a la casona y a tres individuos bajar del maletero un paquete de
grandes dimensiones envuelto en plástico negro; los casi dos metros se
angostaban en los extremos atados con cinta de embalar cuyo peso doblaba la
espalda de los hombres que lo entraron en la casa para salir pocos minutos
después, fue entonces cuando la chaqueta entreabierta del más alto descubrió un
brillo metálico que le sobresalía del cinturón.
Las manos húmedas de Cuenca apenas sujetaban la
correa del animal, el pecho subía y bajaba como un fuelle silencioso y tenía la
boca seca.
Regresó al
apartamento, dejó a Honorio, se puso una gabardina, sombrero y la sobaquera con
el Colt 38. Sin embargo, cuando volvió, la calle estaba desierta, la casa a
oscuras y el automóvil había desaparecido.
Esa noche sueños
afiebrados dibujaron laberintos donde confluían las calles del barrio, las
azoteas de los edificios se mezclaban unas con otras, quería atravesarlas, pero
sus piernas se habían convertido en columnas de mármol.
La mañana
siguiente llenó el autobús de conspiradores; una mujer con la bolsa de la
compra llevaba unos tacones de aguja de piel de serpiente; el anciano, con un
palillo en la comisura de la boca, sacaba pecho como los chulos del Bronx. En
la oficina era incapaz de cuadrar el balance; el debe se mezclaba con el haber,
la cuenta de proveedores se deshacía en
manchones y no atinaba a discernir el blanco del negro.
Intentó leer durante
el viaje de regreso, pero las palabras de la novela construían una y otra vez
la fachada de la casa, la figura se perfilaba entre las comas y los puntos parecían
balas dentro de una mancha de sangre.
Esa noche, de
nada le sirvieron al chucho los arrumacos que hizo a los pantalones de su amo,
esta vez tendría que arreglarse en el patio y así, al abrigo de las sombras, y
agradeciendo que las calles no tuvieran luz suficiente, los ojos de James
Cagney se escondieron bajo el ala del borsalino mientras las manos de Bogart se
hundían en los bolsillos con la segura complacencia de la empuñadura del Colt.
Desde su
escondite pudo ver los mismos movimientos que la noche anterior, los hombretones entraban y
salían con sus cargas siniestras, finalmente todo quedó en calma.
Se detuvo media hora más bajo la arboleda, después
cruzó la calle y con una ganzúa hizo saltar la cerradura.
La luz
mortecina que filtran las persianas raya su sombra contra las paredes. Contiene
el aliento y camina despacio a través de un túnel que termina en una puerta. La
abre de una patada, allí, sentado a una mesa, un gigante de sonrisa caída lo
mira a través del humo de un cigarrillo y le dice:
-Te estaba
esperando.
Gervasio echa
el sombrero hacia atrás, busca equilibrio con las piernas, cuelga los pulgares
del cinturón, pero la postura, como una amante desdeñosa, abandona la simetría
y desarma la ficción. Vuelven el sudor a las manos y la sequedad a la boca, el
corazón se dispara, piensa “no voy a poder empuñar el arma”. El
hombre se levanta, se observan. Gervasio no puede moverse, las piernas como
columnas de mármol, la fiebre y el revólver que alcanza a empuñar, pero se le
cae partiéndose. Se rompe la espera. El matón lo mira con desprecio, patea los
restos el juguete, lleva la mano derecha al interior de su chaqueta y
desenfunda sin ganas...
Suena un tiro.
Le ha disparado en el estómago. La voz se ahoga en lamentos inaudibles, el
cuerpo se endurece con el frío de la muerte, cuando aprieta la herida descubre
sus dedos teñidos de rojo, un rojo intenso casi granate que se expande a su
alrededor…, entre sus últimos estertores alcanza a musitar: “Sí, al final, morir va a ser en colores”.
© Liliana Delucchi
Blanco y negro por Liliana Delucchi se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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