Lloraron las guitarras, heridas en sus sones
cuando
cayó vencido, el as de los cantores
Máximo
Orsi. Poema evocativo.
Aquella mañana del 24 de junio de 1935 en Medellín, Samper estaba
cansado. Por previsión de tormentas, su vuelo a Cali no había salido y lo
celebró la noche anterior con una buena farra. Sabía quién era el pasajero de
su avión: Carlos Gardel, famoso artista argentino, con su acompañamiento de la
gira. A este piloto, sin embargo, no le interesaban mucho esas vainas. Su
obsesión era Hans Ulrich Thom, un piloto alemán. Habían entablado una
competencia enfermiza desde hacía dos años. Sus encuentros en las últimas
semanas fueron así: vuelo invertido de Thom sobre Samper en Cartagena de Indias
el 15 de enero; looping de Samper frente a Thom en Barranquilla el 2 de marzo
y, cinco semanas atrás, una bajada rasante del alemán en Techo, maniobra que
realizó con el arzobispo de Ibagué a bordo y que dejó al colombiano amarillo
delante de todo el mundo. La cabeza de éste no contenía otra cosa que venganza
y se había enterado el día anterior de que su oponente estaba también en
Medellín con su avión, el Manizales. Cada piloto tenía su propia empresa
de transporte aéreo y representaban, según ellos mismos, el expansionismo nazi
y la resistencia colombiana. Así, a medio día, Samper no dio importancia al
artista, simplemente ronroneaba una canción cuando puso a girar las hélices:
Este odio maldito / que llevo en mis venas / me amarga la vida / como
una condena / el mal que me han hecho / es herida abierta / que me inunda el
pecho /de rabia y de hiel…
Cuarenta años después, Carlos Regidor desesperaba la mañana del 24 de junio de 1975 por sus reiterados
fracasos en las pruebas de flaps del F-4 Phantom en el que estaba
trabajando. Llevaba tres días desmontando, volviendo a montar y repitiendo ensayos
que el aparato no superaba: si no aparecían fugas, eran bloqueos. Miraba de
soslayo las sonrisas maliciosas de los compañeros cuando tenía que repetir todo
el proceso. Uno de ellos iba más allá y le cantaba con los brazos abiertos y
campaneando la cabeza:
Volveeer, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon
mi sien…
A sus treinta y ocho años, Regidor era un mecánico reputado, con
veinte en la aeronáutica y una ficha impoluta. No se le conocía avería
irresoluble, ni veleidad política. Aquella mañana, sin embargo, su experiencia
para resolver complicaciones no estaba sirviendo para sacar del hangar ese
avión de la USAF que entró tres años antes con dos agujeros del Vietcong en la
panza, y debería estar reparado, actualizado y en servicio un mes atrás. Algo
raro, rarísimo, estaba sucediendo. Carlos no acababa de entender y detectaba,
por las miradas de reojo de sus competidores, que su inminente promoción a Jefe
del Equipo de Pruebas en Tierra, uno de los puestos más cotizados del Centro de
Mantenimiento de Aeronaves en Getafe, estaba en peligro. En el avión de al lado
uno de los mecánicos tenía encendido un aparato de radio del que salía una
canción:
La indiferencia del mundo / que es sordo y es mudo / recién
sentirás…
Cuando llegó a la cabecera de pista del Olaya Herrera, Samper
estaba enajenado. Inició la maniobra de despegue, el F-31 cogía cada vez más velocidad. Con el
aumento del ruido, su mente enfermiza se iba expandiendo. Willis Foster, el radio
operador y aprendiz de mecánico que iba a su lado, le veía las venas marcándose
en el cuello, lo escuchaba chamullar palabras como nazi, hijoeputa,
conchatumadre, pero pensaba que cuando alzasen el vuelo llegaría la
tranquilidad. Durante ese recorrido, Gardel y su apoderado, Alfredo Le Pera,
cantaban a dúo, ajenos a lo que ocurría en la cabina.
El F-31 se elevó, pero a los pocos segundos Samper vio delante, a
su derecha, el Manizales del alemán: una nueva oportunidad de venganza.
Se iba a enterar ese huevón. Le afeitaría con las hélices para luego ascender
exultante de triunfo. Maniobró para simular la embestida. Casi veía la cara de Thom
en su cabina cuando quiso elevarse otra vez…, pero apenas tuvo un instante para
darse cuenta de que el trimotor no era una avioneta capaz de cambios bruscos de
dirección. No había elegido el mejor momento para poner en su sitio a Thom, del
que pudo ver, durante una décima de segundo, su rostro horrorizado en la que
fue su última aproximación. Desde la torre de control no se daba crédito a lo que estaba pasando.
Cuando llegaron las emergencias, el fuego lo devoraba todo. Desde ese día,
Medellín es una de las ciudades más tangueras del mundo:
En todas partes está;/ ¡toda la América hispana / Para llorarlo se
hermana / Porque Carlitos se va! / San José de Bogotá / Lo absorbió como un
alud / Y en su tibia infinitud / Lo acortajó con su veste, / Allá por el
noroeste / De la América del Sud.
Carlos Regidor no se rendía. Estudió por enésima vez el manual y estableció
una hipótesis que trató de confirmar, y luego otras tres: sudaba, encima y
debajo de las alas, desmontando y montando. También daba gritos a los
subalternos: ¡sube aquí!, ¡aprieta allá!, ¡levanta así! Cuando tocaron las
sirenas del cambio de turno, Carlos se quedó en su puesto. Se paraba a pensar, sujetándose
la barbilla, frente a frente con el morro del caza. Entrada la tarde,
estableció una nueva hipótesis basada en una acumulación de causas que podrían originar
una única avería. Tocó aquí, luego allá…, y el 36, número de orden dado por la
Fuerza Aérea de los Estados Unidos a los aviones de ese contrato, superó finalmente
las pruebas. Un cuarto de hora más tarde observó, con emoción reprimida, el
avión saliendo a la pista, mientras sostenía en la mano el libro de trabajo con
todas las operaciones de control en regla. La pesadilla había terminado.
Al cuarto de hora de la salida del avión, se tuvo conocimiento del
defecto grado uno que afectaba a la seguridad en vuelo del avión 36. Carlos
había dejado su linterna dentro de un registro. Una y otra vez se lo habían
explicado en los cursos: marcar como conforme una operación no realizada (y él
marcó que había verificado la ausencia de objetos extraños) es una FALTA MUY
GRAVE. La consecuencia de este tipo de fallos era inmediata, sin posibilidad de
apelación. Lo supo en cuanto el Ingeniero Jefe de Mantenimiento le puso la mano
en el hombro: “Carlitos, te llaman de Personal”. Una hora más tarde conducía hacia
su casa de la urbanización Villa Juventus de Parla con la carta de despido en
el salpicadero de su coche. Tarareaba una canción con los ojos encharcados:
Adiós muchachos, compañeros de mi vida…
Carlos Gardel murió en el aeródromo Olaya Herrera de Medellín, el
24 de junio de 1935, en un accidente
originado por un enfrentamiento entre pilotos. Desde ese día, cada diez años y
coincidiendo con el aniversario, un mecánico de aviación español, de nombre
Carlos, pierde su empleo al cometer un error relacionado de algún modo con la maniobrabilidad
del avión. La misma suerte corrieron Carlos Butragueño en Reus en 1945, Carlos Dávila
en Tablada en 1955, Carlos Pereira en Manises en 1965…
La maldición Gardel por Manuel Moreno Nieto se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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