Grande era el poder del emperador de los aztecas; grande era y llena de riquezas la ciudad de Tenochtitlán, capital soberana de la ancha tierra de Anáhuac. Otras tribus y otras ciudades habían crecido aquí y allá, sembradas entre bosques, y los pequeños caciques y los grandes caciques poderosos eran servidores del emperador azteca y pagaban tributos con que engrandecer la magnífica Tenochtitlán, ciudad imperial.
Grande era y rico el
imperio de la ancha tierra de Anáhuac, pero no todos los pueblos eran felices.
Mucho oro y muchos hombres para los altares de los sacrificios había que llevar
a Tenochtitlán, la poderosa. Cansados estaban los pueblos de aquella sumisión
de esclavos, y los caciques mordían y callaban su protesta, temerosos del
castigo del violento emperador, señor de todos.
Pero la voluntad del cielo
así lo había preparado, y lo que tuvo que pasar, pasó.
El gran cacique del reino
de Tlaxcala lo leyó en la luz de las estrellas, y desde aquel día dijo su
voluntad a los demás señores y caciques de todos los reinos y todas las tribus:
Pero el miedo detuvo a los
demás y el valeroso cacique rebelde quedó solo con su pueblo, y la guerra empezó
entre los indomables hombres de Tlaxcala y los bravos aztecas, a los que se les
unieron otros siete reinos.
Escrita estaba allá, en los
dibujos de las estrellas, la lucha del cacique valeroso, pero algún mago
sacerdote alcanzó también a leer la gran aventura que había de suceder. Pudo
leer y comprender, pero no lo dijo.
Una hija tenía el cacique,
señor y rey de Tlaxcala, dorada como los granos maduros del maíz y bella y
luminosa como un amanecer.
Todos los ojos miraban con
amor a la bella princesa Ixtaccíhuatl, pero el más valiente de los guerreros
tenía en ella prendidos los ojos y el corazón.
Cuando los guerreros de
Tlaxcala salieron a reñir combate con los siete reinos que se habían unido a
los aztecas, se encomendó el mando al más fuerte y audaz de los capitanes, al
valiente Popocatépetl, el del amor callado por la princesa. Y el indomable
caudillo solo una merced pidió:
‒Señor,
si vuelvo vencedor, concederme por esposa a Ixtaccíhuatl, a quien adoro en
silencio.
Y el gran cacique prometió.
Y la promesa fue: un gran festín por su triunfo y la esposa bella como el sol.
Al frente de sus guerreros
va Popocatépetl invencible. Lo lleva la bella esperanza del corazón. Atraviesa
las selvas, salta las montañas, cruza los torrentes y los lagos, lucha contra
cientos y cientos de soldados, lucha y vence, y combate sin tregua, invencible
de ilusión, y después de cien combates es ya el hombre victorioso…
Ha luchado Popocatépetl, el
más grande guerrero, y ha vencido. Torna ahora empenachado con plumas de águila
a buscar el premio con que tanto soñó. Y en las calles de su ciudad encuentra
música y gozos de victoria, pero en el gran palacio del rey hay un silencio que
le hiela el corazón.
El señor de Tlaxcala ha
salido a su encuentro con paso silencioso y mirada de llanto. Y le ha hecho
andar con él, de la mano por galerías sombrías, hasta llegar a una cripta
labrada en la roca. Allí ha visto envuelta en blancos velos de muerte a la
princesa Ixtaccíhuatl.
Y el viejo rey ha dicho con
voz ahogada de suspiros:
‒Te
la guardé, hijo mío, pero te la quitó la muerte.
El caudillo que venció a
seis reyes e hizo pactar a los aztecas, ahora no habla; siente el fracaso de
sus victorias, que su dios implacable ha despreciado; siente el fuerte latido
de su sangre; quiebra entre sus manos el haz de flechas; llama a las sombras de
sus antepasados; levanta su voz contra el cielo que le dio el triunfo, pero le
arrebató el amor…
Y en la noche, va y viene
el héroe como alucinado, y a la luz de la luna parece que ha crecido como un
gigante.
Va, ordena, grita, convoca
a mil guerreros, y todos parten, como gigantes a la luz de la luna, y
atraviesan los bosques, y levantan la tierra y remueven y juntan los montes en
una escalera gigantesca, y amontonan las rocas altas contra las estrellas.
Entonces toma en sus brazos
Popocatépetl a la mujer amada, salta con ella los escalones de montañas, y va a
depositarla allá en las cumbres, tendida y blanca de luz de luna. Y junto a
ella se arrodilla el guerrero, alumbrando con su antorcha el sueño blanco de la
más bella princesa india.
Así aparecen Ixtaccíhuatl y
Popocatépetl, los dos amantes de leyenda; las dos montañas que perfilan sus
cumbres de nieves bajo el cielo de Anáhuac, como una hermosa estampa de amor
eterno.
Nuestro colaborador Justo S. Alarcón, Profesor Emérito de la Universidad Estatal de Arizona (USA), nos invita a leer "El amor de los volcanes" de Herminio Almendros, que nació en Almansa, Albacete (España) en 1898 y murió en La Habana, (Cuba), en 1974.
"Oros Viejos" fue una de mis primeras lecturas, casi al aprender a leer. No tengo conmigo el libro, que hube de dejar en Cuba; pero encontré esta leyenda aquí, y fue como regresar a aquellos días.
ResponderEliminarGracias.
Dicen que recordar es volver a vivir. Me alegra mucho que esta lectura le haya traído tan bonitos recuerdos. Un saludo afectuoso desde Madrid
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