Algunos, los que tenemos la suerte de disfrutar del campo
a escasos metros de nuestra casa, y somos madrugadores, en cualquier estación
del año, encontramos siempre belleza en él. Eso es lo que me ocurre a mí,
siendo “urbanita”, disfruto de la naturaleza, aunque he de reconocer que al
tercer día me tengo que marchar a la ciudad, porque el resto del día me aburre,
entonces es el Retiro el que cumple esa función, y lo hace estupendamente.
Podría hablar de los colores del cielo, los olores, el
cántico de los pájaros, el olor a tierra mojada, que los científicos, por
fastidiar llaman ozono, las tormentas, el agua y si me empeño, de las
alergias, pero como no soy poeta, sería
penoso, perdería mi escasa reputación narradora, por eso, como siempre,
abandono lo bucólico y contaré una historia vivida, que cuando la recuerdo, me
produce ternura y no dejo de lamentar no haberlo plasmado en una fotografía. Voy
a hablar de la perdiz roja que me atacó.
En una de mis salidas matutinas, en primavera, camino del
rio Guadarrama, iba de charla con unas amigas, ya que somos las mujeres, las
que andamos, los hombres corren. Entre comentario y comentario nos fijábamos en
los bandadas familiares de perdices, una aquí, otra allá y siempre lo mismo, el
macho o la hembra aparentemente a su aire, erguidos; yo diría que orgullosos,
iban de un lado a otro, seguidos por los pollos dando carreritas y saltitos, es
entretenido, se ven de todos los tamaños, los más grandes intentando remontar
el vuelo, los pequeños, haciendo grandes esfuerzos siguiéndose unos a otros, y
oyendo el ¡Aj, aj, aj!,... ¡Aj, aj, aj!, característico de su canto.
Esto de andar por los caminos tiene sus riesgos, de vez
en cuando viene un loco del motocross. Sentimos el ruido ya cercano de su
motor, en el momento que cruzaba la bandada más pequeña y a la mitad de ellos,
sus carreras y saltitos no les permitiría llegar. Por ello se me ocurrió dar
una palmada para disgregarlos, ¡jamás he visto nada igual! La perdiz macho por
su colorido plumaje, al borde del camino, gritó desesperado su cántico,
extendió sus alas, que según dicen, su envergadura es de cincuenta o sesenta centímetros,
a mí me pareció más, mucho para su pequeño tamaño, sus rápidos ojos miraban con
ira, y su Aj aj, aj... Aj, aj, aj, me
asustó. Dudó entre atacarme o proteger a sus crías.
Recordé la película de “Los
Pájaros” y rígida esperaba el picotazo.
Sonreí. Otra imagen de cine vino a mi mente, esta vez de dibujos animados,
visualicé esas alas abrazando a los pequeños pollos y sentí ternura, creo que
el animal lo notó, cesó su agresividad y se marcharon.
El motorista pasó, dejando olor a
gasolina, yo extendí mis brazos hasta donde la tendinitis me permitió. Mi
intención fue la de abrazar la vida, con ese espíritu protector y defensa que
todos tenemos y pregunté si a la perdiz le dolerían las alas por la tensión.
Mis acompañantes me miraron alucinadas, su comentario
lógico fue:
¡Estás loca!
La Perdiz por Marisa Caballero se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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Hay locuras que son la razón de vivir, de nuestra existencia. Marisa, felicidades, enhorabuena.
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