Faltan diez minutos para las veinte
horas y mi marido no ha llegado.
Habíamos quedado a las dieciocho horas en un
centro comercial. Hice la compra y me vine a casa. No estaba en ella. No es que
domine la puntualidad inglesa pero algo ha tenido que suceder. Coloco la compra. Enciendo
la tele, la vuelvo a apagar. Tocan a la puerta. Ya está aquí. No…, era la vecina pidiendo
sal.
Las veintidós horas y sin noticias. Llamo al trabajo. Nadie contesta. Llamo a los amigos. Hoy no lo han visto. Me vuelvo a
sentar.
Las veintitrés horas. Llamo a sus padres. No pregunto por él para no
preocuparles. Están solos. Se van a acostar.
Las veinticuatro horas. Me
levanto. Busco un libro. Me pongo a leer.
La una de la madrugada. Odia los
móviles. Hemos hablado mil veces sobre la diferencia entre el uso y el abuso de
este instrumento. Considera que no es necesario.
Las dos. Algo le ha tenido que
pasar. Llamo a tráfico. No tienen noticia de ningún accidente esta noche.
Las tres.
Llamo a la policía.
Antes de poner una denuncia debo llamar, me dicen, a los
distintos Hospitales. Obedezco. No ha ingresado nadie con su nombre.
Las cuatro.
Si llevara un móvil no tendría esta preocupación. Mira que si me he quedado
viuda y aún no lo sé.
Las cinco. Al fin llega. Se olvidó de la cita. La explicación de
dónde estaba no resulta muy convincente. Respiro hondo e intento sonreír. Creo
que necesito un divorcio.
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