Rattus norvegicus |
Aún resonaba en los oídos de Ana el
estrépito del jarrón, al caer sobre el entarimado de la sala, al tiempo que sus
pedazos se esparcían en todas direcciones.
Era un jarrón antiguo y, según sus padres, de gran valor. Con la
curiosidad de sus diez años, le dio la vuelta para verlo por detrás y entonces
se produjo la catástrofe.
Pálida por el susto, huyó a buscar un
refugio. Al llegar al sótano, fue a esconderse a un cuartucho en el que nadie
solía entrar, echó el pestillo y sentada en un cajón se puso las manos en la
cara. El cuchitril donde se había guarecido era de reducidas dimensiones, sin luz
al exterior. En un rincón algunas cajas de madera, en otra de las esquinas se
amontonaban algunas prendas de vestir, cubiertas de polvo. A las paredes, blancas
en su tiempo, la suciedad les daba un nuevo color grisáceo. Del techo colgaban
telarañas al lado de una bombilla que se encendía desde afuera.
La niña estuvo un buen rato sin
quitarse las manos de la cara. Después las llevó hasta su cabeza, moviendo los
dedos entre los rizos de su pelo. Las lágrimas comenzaron a salir, se fueron deslizando por las mejillas hasta
llegar a la boca donde sintió un sabor
salado. Suspiros entrecortados movían su pecho. Pensaba en las consecuencias
que iba a tener lo que había hecho, seguro que la enviaban a un internado y no
podría soportar el estar encerrada.
Un chillido la puso en alerta, lo oyó otra vez
más cerca, mientras sentía que algo suave le tocaba una de las piernas para
después subir por el cuerpo hasta que, aterrada, se dio cuenta de que aquello
era una rata. Con el espanto en la cara, fue hacia la puerta, era preferible el
castigo a este horror. Al coger el pomo del pestillo, pudo oír como en el lado
de fuera caía el otro extremo del mecanismo. Empujó con sus escasas fuerzas sin
que cediera. Cada vez más, el miedo se apoderaba de ella. Sus gritos iban de
una a otra pared sin que nadie los escuchara. A tientas se deslizó por los
muros; los chillidos iban en aumento en tanto que tenues pisadas correteaban por
el suelo.
Pasaron las horas sin que la niña
fuera consciente de su transcurrir. Para ella el tiempo se había detenido en
aquel instante lleno de pavor. Se oyeron, muy atenuadas, las voces que la
llamaban desde el jardín. Quiso responder con sus gritos pero no le salieron de
la garganta.
Afuera ya era de noche. Sentía hambre
a pesar de su miedo, pero era más aguda la sensación de sed. Tanteando por la
pared descubrió un hilillo de agua, que se filtraba por el muro, mojó los dedos
y se los llevó a los labios, sabía a yeso. Un olor fétido impregnaba el
ambiente y la cabeza le daba vueltas. Otra vez los peludos animales frotaron
sus piernas y acabaron con la resistencia de la niña.
Se impuso el silencio, roto por los
chillidos de los roedores hasta que al abrirse la puerta y a la escasa luz de
la bombilla, los padres de Ana la vieron sentada, con el pánico en sus ojos
abiertos y un temblor en el cuerpo, mientras una rata parda olisqueaba uno de
sus pies.
© Alejandro Chanes Cardiel
Miedo por Alejandro Chanes Cardiel se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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