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jueves, 11 de junio de 2015

Alejandro Chanes Cardiel: Miedo


Rattus norvegicus



Aún resonaba en los oídos de Ana el estrépito del jarrón, al caer sobre el entarimado de la sala, al tiempo que sus pedazos se esparcían en todas direcciones.  Era un jarrón antiguo y, según sus padres, de gran valor. Con la curiosidad de sus diez años, le dio la vuelta para verlo por detrás y entonces se produjo la catástrofe.

Pálida por el susto, huyó a buscar un refugio. Al llegar al sótano, fue a esconderse a un cuartucho en el que nadie solía entrar, echó el pestillo y sentada en un cajón se puso las manos en la cara. El cuchitril donde se había guarecido era de reducidas dimensiones, sin luz al exterior. En un rincón algunas cajas de madera, en otra de las esquinas se amontonaban algunas prendas de vestir, cubiertas de polvo. A las paredes, blancas en su tiempo, la suciedad les daba un nuevo color grisáceo. Del techo colgaban telarañas al lado de una bombilla que se encendía desde afuera.

La niña estuvo un buen rato sin quitarse las manos de la cara. Después las llevó hasta su cabeza, moviendo los dedos entre los rizos de su pelo. Las lágrimas comenzaron a salir,  se fueron deslizando por las mejillas hasta llegar a la boca donde  sintió un sabor salado. Suspiros entrecortados movían su pecho. Pensaba en las consecuencias que iba a tener lo que había hecho, seguro que la enviaban a un internado y no podría soportar el estar encerrada.

Un  chillido la puso en alerta, lo oyó otra vez más cerca, mientras sentía que algo suave le tocaba una de las piernas para después subir por el cuerpo hasta que, aterrada, se dio cuenta de que aquello era una rata. Con el espanto en la cara, fue hacia la puerta, era preferible el castigo a este horror. Al coger el pomo del pestillo, pudo oír como en el lado de fuera caía el otro extremo del mecanismo. Empujó con sus escasas fuerzas sin que cediera. Cada vez más, el miedo se apoderaba de ella. Sus gritos iban de una a otra pared sin que nadie los escuchara. A tientas se deslizó por los muros; los chillidos iban en aumento en tanto que tenues pisadas correteaban por el suelo.

Pasaron las horas sin que la niña fuera consciente de su transcurrir. Para ella el tiempo se había detenido en aquel instante lleno de pavor. Se oyeron, muy atenuadas, las voces que la llamaban desde el jardín. Quiso responder con sus gritos pero no le salieron de la garganta.

Afuera ya era de noche. Sentía hambre a pesar de su miedo, pero era más aguda la sensación de sed. Tanteando por la pared descubrió un hilillo de agua, que se filtraba por el muro, mojó los dedos y se los llevó a los labios, sabía a yeso. Un olor fétido impregnaba el ambiente y la cabeza le daba vueltas. Otra vez los peludos animales frotaron sus piernas y acabaron con la resistencia de la niña.

Se impuso el silencio, roto por los chillidos de los roedores hasta que al abrirse la puerta y a la escasa luz de la bombilla, los padres de Ana la vieron sentada, con el pánico en sus ojos abiertos y un temblor en el cuerpo, mientras una rata parda olisqueaba uno de sus pies.




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